El diván de Freud
El diván de Freud
Jaime Bedoya

La filosofía oriental se manifiesta inclusive en los presupuestos básicos de su arte culinario. Digamos chifa para no andar con intelectualidades. Ahí es donde se distingue ese ámbito sensorial donde lo contradictorio se complementa armónicamente entre sí: el sabroso rubro de lo agridulce.

Agridulce resulta un fin de año en el que dos personas distanciadas generacionalmente pero unidas en lo que de insaciable tiene la curiosidad son celebradas desde muy distintos ángulos. Se trata de los psicoanalistas Max Hernández y Julio Hevia.

Max cumplió 81 años en el 2018. Sus mejores amigos y discípulos han editado un volumen que reúne sus obras esenciales, que se llama En el juego de la vida*. Julio Hevia falleció en este mismo año habiendo cumplido 65. La edad legal, no real, del descanso.

Max Hernández: "¡Tú robaste!, ¡y tú más!" [ENTREVISTA]
Max Hernández: "¡Tú robaste!, ¡y tú más!" [ENTREVISTA]

En Max se celebra una longevidad vital y no claudicante ante el terco ejercicio de pensar en cómo hacer de la vida, la propia y la ajena, un episodio noble y apasionante. Desde su obsesión productiva en torno al conflicto por una identidad en Garcilaso de la Vega, hasta su esfuerzo terco (cuando no inútil) por ese oxímoron llamado Acuerdo Nacional, su dedicación a tropicalizar su oficio, estructurar el llamado psicoanálisis peruano, lo ha hecho trascender el consultorio privado para fungir de renuente pero lúcido terapeuta nacional. El dirá que no. La realidad lo refuta.

Hernández sigue absorto por la recurrencia de una condición nuestra que él llama confrontación sin proyecto, síndrome que asfixia la cotidianeidad peruana: el famoso ¿qué hay para oponerme? llevado a una forma de ser. Vencer la resistencia a cambiar eso, convencer al paciente en dejarse curar, es el reto que no se acaba. Extrapolando ese diagnóstico a nivel social es donde Max considera el ejercicio de la ciudadanía como la articulación saludable entre el poder y la democracia. Saber ser persona, saber ser ciudadano.

Con una pierna en la academia, la otra en la calle y el corazón en un estadio, Julio Hevia hizo de la contradictoria multidimensionalidad peruana su materia de estudio y pasión personal. Su oído clínico para las novísimas irrupciones del habla —como chancho en el barro, se hubiera revolcado en el gozo verbal con el neologismo estar chihuán— partían de lo silvestre, lo peatonal, para elevar desde ahí teorías vinculadas a sistemas vanguardistas del pensamiento. Parafraseando a Arquímedes podía decir: dame una jerga y te moveré el mundo.

Julio Hevia. (Foto: Manuel Melgar/ USI)
Julio Hevia. (Foto: Manuel Melgar/ USI)

Julio dejó inédita lo que quizás se convierta en su mayor obra, una circunnavegación en torno a la triangulación oral que supone lo peruano: comer, beber, hablar.

En estos últimos días una muestra en el Icpna revela los atributos de artista plástico que Hevia cultivaba casi en secreto con no poco talento, lo que agrega una dimensión más al personaje que se fue demasiado rápido. Sin ni siquiera ver el Mundial con sabor peruano que tanto esperó.

Hevia admiraba a Hernández, reclamando el tiempo y la oportunidad para jugar en pared con el maestro. De alguna manera, ahora que las vidas e ideas de ambos coinciden en el reconocimiento, esa complicidad se da aunque sea elípticamente, velada, aunque
sostenida por los que tenemos la suerte de haberlos
conocido.

El lema vital de Max oscila desde hace años, o desde siempre, entre el Siglo de Oro español —nada me desengaña, la vida me ha hechizado**— y la poética charapa del siglo XX —vivir me arrecha****—. Los dos principios eran perfectamente aplicables a la ética de Julio Hevia. Esto es lo agridulce, y no es malo.

*Posible gracias al entusiasmo de Marie Saba, entre otros.
**“Salmo IV”, de Francisco de Quevedo Villegas.
***Poeta iquiteño Germán Lequerica .

Para ver:
En el siguiente enlace podrá ver una de las últimas entrevistas que Julio Hevia y a la que dedicó a tratar un tema que le apasionaba, la jerga. 

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