Magdalena en Real Jardín Botánico de Kew
Magdalena en Real Jardín Botánico de Kew
Jorge Paredes Laos

Lleva el cabello largo, aretes en ambas orejas y una barba hípster. A simple vista, no parece científico ni horticultor, sino el baterista de alguna banda de rock; pero, cuando Carlos Magdalena se pone hablar, uno se da cuenta inmediatamente de que ama a las plantas por sobre todas las cosas. “Sin ellas esta conversación no sería posible”, me dice con su acento asturiano. “Es que las plantas son la base de todo. Del oxígeno que respiramos, de la ropa que vestimos, de la comida con la que nos alimentamos, y, lo más increíble aún, tres de cada cuatro medicinas que hemos desarrollado en los últimos 25 años provienen de especies vegetales”.

Magdalena acaba de publicar El mesías de las plantas —el título alude al sobrenombre que le puso un periodista español en el 2010— en el que narra sus aventuras como horticultor en el Real Jardín Botánico de Kew, en Londres. Dice que ha salvado a cientos de plantas en un trabajo que tiene mucho de ciencia, pero también de afecto por estas especies que empezó a querer en la finca de sus padres, cerca de Gijón, donde creció entre árboles milenarios, pájaros silvestres y animales monteses que solía llevar a casa como mascotas.

“Cuando mi madre tenía nueve años —cuenta— se produjo la guerra civil española, el campo se empobreció, y ella aprendió a vivir en una economía de subsistencia que le hizo realizar muchas tareas, desde el cultivo de plantas, la preparación del jamón, hasta el hilado de chompas a partir de las lanas de las ovejas. Yo heredé toda esa vida en contacto con la naturaleza, por eso desde que estaba en la escuela quería ser naturalista”.

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El trabajo que lo hizo saltar a la fama fue la ‘resurrección’ de una planta que era conocida como ‘muerto viviente’: un bello árbol de café marrón, de hojas anchas, verdes y brillantes, que nunca deja de florecer, endémico de las islas Rodrigues, en el océano Índico. Su nombre científico es Ramosmania rodriguesii y se creía extinto hasta los años ochenta, cuando un niño por casualidad descubrió un ejemplar en estado silvestre.

En aquella época, la planta fue reproducida por esquejes (clones), pero los científicos no lograban hacer que esta produjera semillas. Y, al no poder reproducirse de forma natural, esta especie estaba condenada a la extinción.

Magdalena conoció uno de estos ejemplares cuando era becario en Kew y no se detuvo hasta lograr lo imposible: “Probando y probando, como todos los demás, fallé, pero empecé a descubrir cosas muy interesantes. Descubrí que, cuando la temperatura era muy elevada y había bastante radiación solar, la parte femenina de la planta se desarrollaba un poco más, pero no tenía polen porque la flor era muy vieja; entonces transportando polen de otra flor más joven, trescientas o cuatrocientas veces, fui capaz de sacar un fruto con cuatro semillas. Estas fueron fundamentales para su sobrevivencia”, explica.

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En su libro, Magdalena —quien se presentó en el reciente Hay Festival en Arequipa— narra varios casos similares y se ocupa también de algunas especies que crecen en el Perú como la puya de Raimondi o los añejos huarangos (el Prosopis limensis) del desierto costero. “Por lo que sabemos —dice— estos árboles tienen las raíces más profundas del mundo, se hunden a más de 75 metros del suelo en busca de agua, y llegan a vivir más de mil años. Por eso son capaces de producir vida donde no la hay”.

Pero resulta increíble que un árbol tan valioso para los ecosistemas costeros, cuyos bosques sirven para contener los embates del Niño y también de alimento para el ganado en épocas de sequía, esté siendo talado para algo tan mundano como para hacer carbón para la industria gastronómica del pollo a la brasa. Por eso, el horticultor español destaca en su libro los esfuerzos de conservacionistas como Félix Quinteros, quien lucha por salvar al huarango de la deforestación.

Magdalena dice que la única salvación para la humanidad radica en proteger las plantas, seres que desde su aparente silencio siguen resguardando la vida en el planeta desde épocas antediluvianas. Sin ellas, el aire se volvería irrespirable. Y aunque las hemos talado y pisoteado hasta el hartazgo, las plantas siguen en pie, como el Ginkgo biloba que volvió a florecer después de la bomba de Hiroshima. Siguen ahí, pero no son eternas.

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