[Foto: Archivo]
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Jaime Bedoya



Hay algo de arrogancia en suponerse ajeno a una dimensión superior a nuestra condición de bípedos implumes. Y hay algo triste en pensar que el alma no tiene nada que decir en el invariable tránsito de cuna a tumba. Ese espacio libre es el que no se llena solo.

El hambre de divinidad se puede alimentar contemplando el mar, sumergiéndose en la música, viendo a un hijo durmiendo en perfecto estado de temporal inocencia. No es necesario vestir hábitos para profesar esta cotidiana fe secular.

En el Perú, país forjado a sangre entre la espada y la cruz, la representación de la fe es múltiple, inmensa y más grande que el más intelectual y honesto de los descreimientos. Es lo que se debe haber visto en Trujillo durante ese cónclave espectacular de maderas, yesos y metales sagrados que supuso la reunión de más de 30 imágenes sacras peruanas para recibir al papa. Esos poderosos símbolos son los maderos a los que la Iglesia se aferra en un océano de atrocidades y encubrimientos. La fe flota. Traicionarla es imperdonable.

Una imagen que no estuvo en Trujillo es una que el papa conoció cuando se llamaba Jorge y apellidaba Bergoglio. Estudiaba en Alemania en 1984 cuando llegó a la pequeña iglesia de Sankt Peter am Perlach, en Augsburgo. Ahí se encontró con la singular imagen de Maria als Knotenlöserin, María la Desatanudos.

Era una representación clásica del dogma de la inmaculada concepción, con la Virgen coronada por 12 estrellas que representan los dones mientras pisa la serpiente como símbolo de su pureza. Pero esta Virgen estaba dedicada a una tarea raramente celestial: asistida por ángeles, recibía con la mano izquierda un listón enredado y lleno de nudos que llegaba a su mano derecha liso y sin perturbaciones. Una manualidad parecía ser su cometido divino.

La imagen había sido mandada a pintar en el 1700 por un noble que navegaba un matrimonio tormentoso. Entonces se acostumbraba atar un listón en las muñecas de los que se casaban, debiendo hacerse un nudo en él cada vez que se enfrentara una dificultad. La misión de la Virgen se explicaba sola.

Bergoglio llevó la imagen y el culto a una modesta iglesia en Buenos Aires, Juan José del Talar, desde donde pasaría a convertirse de culto barrial a uno internacional. En México, por ejemplo, la entronización de la Desatanudos empezó en Cancún, lugar donde se destruyen muchos matrimonios entre los placeres del all inclusive.

La habilidad manual de la Virgen se volvió el último recurso para parejas apremiadas. Aquellas que para sortear un naufragio compartido solo podían apelar a un milagro, antes que al dinero o a tranquilizantes arreglos prenupciales. Esta persistencia era contraria a una resolución pragmática para el mismo problema, a saber, el postulado de Alejandro Magno: da lo mismo cortar que desatar. Atajo que a la larga deriva en la filosofía del roba, pero hace obra.

Hay un parque en Surco, de esos con grutitas de luz fluorescente que fungen de romanticismo para enamorados de bajo presupuesto, que guarda una Virgen Desatanudos. Ahí está ella, presta a darle una mano a parejas atoradas en deudas, celos, o en el aburrimiento propio de ese apostolado laico que se llama convivencia.

Bienaventurados, los que desaten; bienaventurados, los que corten.

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