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Por: Pedro Cornejo
El politólogo estadounidense Marshall Berman iniciaba así su notable ensayo titulado, en alusión a una frase de Marx, Todo lo sólido se desvanece en el aire: “Todos los hombres y mujeres del mundo comparten hoy una forma de experiencia vital —experiencia del espacio y del tiempo, del ser y de los otros, de las posibilidades y peligros de la vida— a la que se suele denominar con el nombre de modernidad. Ser modernos es encontrarnos en un medio ambiente que nos promete aventura, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros mismos y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, lo que sabemos y lo que somos”.

En tal sentido, todos somos, de una u otra manera, modernos aun cuando interpretemos la palabra de maneras distintas. Modernidad es sinónimo de actualidad, de cambio, de innovación, de libertad, de progreso. Y es que, a diferencia de cualquier otra época, la modernidad es, como señala Gianni Vattimo, la época en que el hecho de ser moderno se convierte en un valor determinante. Desde este punto de vista, como dice Lipovetsky, ser moderno implicaba, ante todo, asumir una actitud de ruptura con las jerarquías de sangre y la soberanía sagrada, con las tradiciones y los particularismos en nombre de lo universal, de la razón y de la revolución que se traduciría en una emancipación de los esquemas de comportamiento preestablecido.

Como ha hecho ver Michelangelo Bovero, etimológicamente el término moderno viene de modernus, palabra latina cuyo significado oscila entre ‘reciente’, ‘presente’ o ‘actual’. Es decir, moderno sería aquello que posee validez actual, que existe y está vigente; aquello referido a un arco temporal que va del pasado más cercano al más próximo futuro. Y este es, precisamente, el sentido en que se usa coloquialmente esta palabra. De ahí que la modernidad sea una dialéctica de innovación y obsolescencia perpetuas, en la que las distintas formas de modernidad caen en desuso y resultan cada vez más obsoletas, caducas, superadas por el ritmo trepidante de lo nuevo.

Sin embargo, a la luz de lo ocurrido en los siglos XIX y XX, no solo la humanidad no se ha acercado a las utopías prometidas, sino que experimenta las desastrosas consecuencias de la explotación generalizada de la naturaleza a manos de la ciencia y la técnica, del fracaso para resolver los problemas sociales, del fortalecimiento del poder político e ideológico en desmedro de la autonomía individual y civil, y de la inédita posibilidad de destrucción del planeta. Por su parte, los sistemas socioeconómicos y políticos modernos —el victorioso capitalismo demoliberal y el ya casi inexistente socialismo de Estado— han perdido su aureola al renunciar a lo mejor de sus respectivas herencias para lanzarse a una carrera por la modernización que se mide solo en términos de productividad y masificación del consumo.

En ese contexto, la modernidad como proyecto ha quedado puesta en cuestión, y surge a partir de ello una serie de planteamientos filosóficos que apuntan a responder la interrogante sobre su factibilidad. ¿Habrá que volver a los valores tradicionales previos como proponía Daniel Bell? ¿O será preciso sacar a la luz las patologías del proceso de racionalización seguido hasta hoy, pero con la mirada puesta en la reconstrucción del proyecto “inconcluso” de la modernidad, como plantea Habermas? Finalmente, ¿no será más lúcido reconocer el agotamiento definitivo, la “liquidación” de la modernidad, como sostienen los teóricos de la posmodernidad (Lyotard, Baudrillard, Vattimo, Jameson)? El debate sigue abierto.

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