Un grupo de científicas examinan unas muestras de laboratorio en la década de 1950, en Michigan, Estados Unidos.
Un grupo de científicas examinan unas muestras de laboratorio en la década de 1950, en Michigan, Estados Unidos.
/ Bettmann
Diana Hidalgo Delgado

Ella, con su preparación en física cuántica, había demostrado que el Sol estaba compuesto en su mayor parte de gas de hidrógeno y helio, y lo había plasmado en su tesis doctoral Atmósferas estelares. Pero era 1925 y, a pesar de sus logros, ella, la astrónoma y astrofísica angloamericana Cecilia Payne-Gaposchkin solo era reconocida como ayudante técnica en Harvard.

En los años 40, en Londres, dos científicos publicaron como suyos los hallazgos de la química y cristalógrafa de rayos X, Rosalind Franklin, sobre la estructura del ADN. Franklin murió a los 37 años, ignorada por la comunidad científica y casi sin ningún reconocimiento. Sin embargo, los colegas que hurtaron sus ideas ganaron el Nobel. Ahora se la recuerda como la mujer que debió haber ganado este premio por su descubrimiento de la doble hélice en la estructura del ADN.

En los años 80, en California, a la oftalmóloga afroamericana Patricia Bath, quien fue la primera mujer miembro del profesorado de la Facultad de Oftalmología de la Universidad de California (UCLA), le asignaron un despacho minúsculo al lado de donde guardaban los animales de laboratorio. No la respetaban por ser mujer. Ella luchó desde dentro contra lo que llamaba las “barreras invisibles” de género y también de raza. En 1998, se convirtió en la primera afroamericana que obtuvo una patente médica, tras devolverles la vista a cientos de personas que llevaban décadas sin poder ver.

Mientras todo esto sucedía en Europa y Estados Unidos, en Latinoamérica, específicamente en la Argentina, mujeres igual de intrépidas que Cecilia, Rosalind o Patricia empezaron a ingresar a los laboratorios para hacer lo que debían hacer si querían sobrevivir y destacarse como científicas: una rebelión. Casi en paralelo, la periodista Nora Bär llevaba a cabo su propia rebelión de manera silenciosa. Empezó en el periodismo cultural y, poco a poco, se abrió campo en una especialidad que no existía, pero que a ella le causaba mucha curiosidad y fascinación: el periodismo científico o la divulgación de la ciencia.

“Tengo un espíritu, una curiosidad enorme, pero más que la parte técnica, me gusta conocer las historias y considerar las preguntas filosóficas, éticas, sociales que rodean la actividad científica”, cuenta Nora desde Buenos Aires.

Así, en los años noventa, conoció a Verónica, a Ana, a Alicia, a Carolina, a Gloria y a muchas científicas jóvenes que ingresaban a un campo adverso y minado. Mujeres que debían trabajar el triple o el cuádruple si querían destacarse como sus colegas varones. Nora, como periodista y “testigo privilegiada” —como ella dice— de los avances más importantes de la ciencia, fue entrevistando a cada una de ellas. Las acompañó, difundió sus trabajos, mientras sorteaban dificultades de todo tipo y prejuicios de género, hasta convertirse en reconocidas investigadoras en su país y el extranjero.

De esta manera, surgió Rebelión en el laboratorio, libro en el que Nora cuenta la historia de diez de estas mujeres: la neuróloga Silvia Kochen, la arqueóloga y antropóloga Constanza Ceruti, la bióloga Fernanda Ceriani, la astrofísica Gloria Dubner, la física Karen Hallberg, la especialista en Ciencias de la Computación Verónica Becher, la matemática Alicia Dickenstein, la climatóloga Carolina Vera, la viróloga Andrea Gamarnik y la química Ana Franchi.

“La ciencia —explica Nora— está profundamente inmersa en la cultura de su época y refleja los problemas de género tanto como el resto de la sociedad. Por eso, durante mucho tiempo, las mujeres estuvieron relegadas. No se les permitía ni el ingreso a la universidad. Si bien eso ha cambiado, el trabajo de las mujeres es todavía mucho menos visible que el de los hombres. Ellas tuvieron y tienen que vérselas con obstáculos, a veces no verbalizados, difícilmente visibles, que les impiden avanzar en la carrera científica”.

Nora Bär es periodista y divulgadora científica.
Nora Bär es periodista y divulgadora científica.
/ JULIAN BONGIOVANNI

Su carrera como divulgadora

En cuatro décadas de carrera, Nora ha entrevistado a científicas y científicos en todo el mundo, por ejemplo, al médico sudafricano Christiaan Barnard, el primer cirujano que realizó un trasplante al corazón en 1967; a la bioquímica Françoise Barré-Sinoussi, una de las investigadoras que descubrió el virus del VIH; o al reconocido y famoso astrónomo y astrofísico Carl Sagan. “Yo lo considero un privilegio. Es como haber podido hablar con Einstein sobre la teoría de la relatividad”, dice.

Ella también estuvo en la Nasa. Allí presenció el lanzamiento de satélites argentinos y lo contó a través de sus reportajes. “Normalmente, conocemos a un científico cuando presenta un descubrimiento o tiene algún logro, pero detrás de ese triunfo hay incontables horas de fracasos. Sin embargo, ellos tienen esa resiliencia, ese espíritu de seguir adelante, buscando responder una sola pregunta, que es algo que yo admiro profundamente”, cuenta.

En la ciudad de Malargüe, provincia de Mendoza, se ubica el Observatorio de rayos cósmicos Pierre Auger, compuesto por tres mil tanques de agua con detectores de partículas de alta energía que vienen desde fuera de la Vía Láctea. Uno de esos tanques se llama Nora Bär. Fue nombrado así en 2007 como un reconocimiento a sus múltiples reportajes sobre el observatorio.

Cuando a Nora se le pregunta qué es lo que más le interesa de la ciencia o qué rama elegiría, no puede responder una sola cosa. Dice que le interesan todas: la arqueología, la genética, la física de partículas, la astrofísica, la cosmología. Y, así, podría seguir hablando de cada historia o cada átomo detrás de todo aquello que conoce de primera mano. Después de 40 años en este oficio, ella sigue maravillada, y con ganas de contar y escribir más: “Conocer, por ejemplo, cómo funcionan los engranajes del sistema inmunológico es increíble. Cuando a uno se lo cuenta un investigador, se queda con los ojos abiertos y es más fascinante que una novela. Se dice ‘la ciencia supera a la ficción’ y creo que es así. La ciencia supera en mucho a las tramas más fabulosas de la literatura”.


El libro

Este libro reúne las historias de diez científicas y las dificultades que tuvieron que afrontar para desenvolverse en sus investigaciones, doctorados y tesis, mientras lidiaban con sus parejas, hijos o familiares, además de los prejuicios de sus colegas varones.
Este libro reúne las historias de diez científicas y las dificultades que tuvieron que afrontar para desenvolverse en sus investigaciones, doctorados y tesis, mientras lidiaban con sus parejas, hijos o familiares, además de los prejuicios de sus colegas varones.


Pregunta

¿Consideras que Rebelión en el laboratorio es un libro feminista?

Considero que es un libro feminista, pero no en contra de los hombres, sino a favor de las mujeres. Las trabas no solo fueron impuestas por el patriarcado. Aunque, en muchos casos, sí, también fueron aceptadas y reproducidas por las propias mujeres. En el libro, por ejemplo, la matemática Alicia Dickenstein, quien llegó a ser vicepresidenta de la Unión Matemática Internacional, me contó una anécdota muy reveladora. En algún momento, a ella le pidieron que revisara un libro escolar de matemáticas. Empezó a ojearlo y vio que había algo raro. Todos los personajes eran varones. ¿Por qué no hay nenas en este libro?, se preguntó. Después, me miró y me dijo: “¿Sabés quién ha escrito ese libro? ¡Yo! Yo, hace 25 años”. Ella misma no tenía en ese tiempo la conciencia que tiene ahora sobre el rol de las mujeres en la ciencia. Más que un libro feminista, es un libro que busca romper los estereotipos que rodean a la figura del científico: que las mujeres son menos capaces para la ciencia, o que los científicos son seres de otra dimensión, genios aislados y sin habilidades sociales.

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