François Mujica Serelle
François Mujica Serelle
Jerónimo Pimentel

Hay columnas que uno desearía no tener que escribir. Sobre la muerte de una persona a quien uno quiere y admira, por ejemplo. La dificultad proviene de un deseo y de un imposible. Lo primero se adivina: pocos dolores mayores que el de la partida. Lo segundo es el torpe control de la emoción: toda despedida corre el riesgo de ser insuficiente o melodramática. Cuando están juntos, ambos impedimentos producen desamparo. Como ahora.

La tentación es buscar la grandeza en los efectos, más aún si están documentados. (Pero vistas en retrospectiva, las cosas importantes nunca lo están). ¿Cómo dar cuenta de la rectitud y la consecuencia —incluso doctrinal—, sino es a través del testimonio y la anécdota? ¿Podremos utilizar una metáfora y decir que este hombre fue un árbol, una casa? ¿O será necesario evocar la vida profesional y el éxito alcanzado a través de los medios más nobles: el trabajo, la honestidad, el esfuerzo? Pero aun si estas líneas se pudieran desarrollar, el párrafo estaría huérfano de humor y de amor, y solo sería un espejo pálido de François Mujica Serelle. Entonces provoca imaginar el vapor que lo trajo de Lisboa muy pequeño, sus travesuras por Chorrillos y la Recoleta, la primera militancia aprista y la correspondencia con Nicanor, San Marcos y la calle, el viejo Volkswagen por las rutas del Perú, los cumpleaños infinitos y los duelos primeros, los viernes por la tarde en la cervecería y los sábados por la mañana cuando, vestido de ciclista, dedicaba tres horas a recorrer el desierto costeño. Pero aun así estaríamos faltos de aviones, de fútbol. E incluso si de alguna forma que se me escapa pudiéramos cubrir todas las pasiones a las que se dedicó y todas las obsesiones que lo nutrieron, no estaríamos sino convirtiendo una vida rica y plena en un resumen o un listado. Como ahora. Mucho mejor sería pedirle a María Eugenia, su esposa, que nos diga cómo es en verdad el amor. Porque ella lo sabe.

Yo apenas puedo decir que lo conocí, aunque parezca una atribución que Salomón y Fernando sabrán perdonar. Conocí sus ojos nítidos contemplando el atardecer a 100 km de Lima. Supe cómo intercambiaba pases con Gabriel en la arena y también cómo compartía sus discos con Cristóbal, quien los sábados tramaba planes sofisticados para robarlos uno a uno. Lo veo feliz en la mesa; en lágrimas en aquella presentación; contando su primer viaje a Francia con Alfredo; indignado por el devenir nacional; ilusionado con nuevos libros y proyectos; amonestándome cariñosamente por alguna imprudencia. Lo veo: detrás de él, la efigie de su padre lo gobierna todo con dignidad, la especie más esquiva de todas. Es dueño de sus silencios. Con los labios apretados, aprueba; consiente con la mirada.

Ha partido un señor. Esta vez la razón no nos servirá de nada. Dónde está, oh, muerte, tu victoria.

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