Shūsaku Endō (Tokyo 1923) estudió Literatura Francesa en la Universidad de Lyon desde 1950 hasta 1953. [Archivo]
Shūsaku Endō (Tokyo 1923) estudió Literatura Francesa en la Universidad de Lyon desde 1950 hasta 1953. [Archivo]
Jaime Akamine



Al noroeste de Nagasaki, en un señorial edificio frente al mar, opera el Museo Literario Shūsaku Endō. Poco tiempo después de abrir sus puertas en el año 2000, la placa recordatoria colocada en honor a Silencio (1966), la obra más aclamada del escritor, fue pintarrajeada. Era la respuesta furiosa de un grupo de visitantes católicos que no perdonaba que, en un pasaje cumbre de la novela, el protagonista pisoteara una imagen de Cristo como señal de apostasía.

En su vida, Shūsaku Endō (1923-1996) también renunció de múltiples formas. Lo hizo, por ejemplo, escapando de las ataduras y los encasillamientos de una sociedad nipona marcada por el descalabro de la Segunda Guerra Mundial. Ayudó, claro, que nunca fuera un tipo común. Ni de chico: a los 11 años, por intermediación de su tía, ya había sido bautizado y convertido al cristianismo. Recibió el nombre occidental de “Paul”.

Japón es un país esencialmente sintoísta-budista. Sumarse a una minoría cristiana (apenas el 1,5 % de la población) podría haber despertado un férreo sentimiento de lealtad y pertenencia. No fue el caso. Su adolescencia enfermiza, poblada de crisis personales y casos de bullying por adoptar la religión “enemiga”, terminó por acentuar su condición de paria espiritual.

Aun con la penosa sensación de defraudar a su madre, una mujer también iniciada tardíamente en el cristianismo, el artista se concentró en cultivar su religión desde una posición fustigadora. Despojándose de falsos virtuosismos, debatía la naturaleza de sus creencias y no dejaba de proyectar en ellas la angustia de sus preocupaciones mundanas. Era su modo de ser fiel.

Como el novelista Suguro, alter ego de la formidable Escándalo (1986), que busca a su depravado doppelgänger por los barrios rojos de Tokio, Endō iba tras las huellas de un misterio. Una providencia que se descubría a través del martirio y las huellas que dejaban las miserias humanas. “Para pintar un corazón repulsivo, su propio corazón debía volverse odioso. Para reproducir los celos, se obligaba a degradarse, a sumirse en la envidia”, escribe.

Su ingreso a la universidad local de Keiō, donde publica ensayos sobre el panteísmo japonés, y, en especial, su estadía de tres años en Francia, donde estudia con fervor la obra de autores católicos como Mauriac y Bernanos, acabaron por perpetuar la lucha interna de su ADN: cristiano-occidental-japonés. Un monstruo de tres cabezas que tomó el control de su personalidad y material literario.

                             —La condición humana—
En un bello artículo publicado en el 2003 en The Guardian, el escritor Caryl Phillips remarca: “[Endō] eligió no resguardarse detrás de una identidad segura y reductiva. En su lugar, trató de interiorizar mayores influencias y dar vida a una nueva ‘identidad japonesa’, que lo representara a él y a su sociedad”.

No sorprende que el conflicto identitario sea el sustrato de las mayores creaciones del japonés. Sus tristísimos personajes son figuras a la deriva, castradas emocionalmente y devoradas por una culpa mayor; por lo habitual, se enfrentan a un mcguffin —¿por qué un sacerdote abandonó su fe? en Silencio; o ¿qué pasó con una chica con la que solo se compartió una noche? en La muchacha que dejé atrás (1964)— que los hace moverse en círculos, mientras se va descubriendo ante sus ojos el sentido luminoso (o tortuoso) de lo vivido.

Sí, son viajes espirituales. Trayectorias místicas en las que las percepciones del pecado y la pérdida jamás se contraponen a las de la compasión y el amor. Se entiende que Endō estuviese fascinado por el recorrido y la figura del sacrificio de Cristo. Lo dejó claro en obras de corte histórico como El samurai (1980) y, más evidente, en esa reconstrucción biográfica, delicada y crepuscular llamada Vida de Jesús (1973).

En vez de alimentar sus ficciones con la promesa vana de la gloria, Endō apostó por hurgar sin temores en el barro, reflexionar sobre lo terrenal y lo imperfecto para, desde allí, poner de manifiesto el desamparo espiritual que sufre el hombre. En Silencio escribe: “Renuncio a encubrir mis muchas debilidades […] Y sin embargo, hay algo más definitivo todavía, y es que me he convencido de que el Dios que predica el clero en las iglesias y mi propio Dios son seres distintos”.

Eso es lo que maravilla de su introspección: el poder de hacernos creer que, más allá del dolor, hay algo invisible que nos convoca y vincula. Ante sus libros, uno inevitablemente piensa que la belleza también obra de maneras misteriosas.

UN NOBEL QUE NO FUE
Queda lejos 1994, el único año en que se rumoreó que Endō estaba muy cerca de ganar el Nobel de Literatura. Su editor de entonces, Peter Owen, había hecho todo lo posible, meses antes, para convencer a los jurados suecos de que el novelista era el “indicado” para el premio. Sin embargo, su compatriota Kenzaburō Ōe fue, finalmente, el elegido. Owen siempre creyó que el abierto contenido religioso de los libros de su representado pesó, y mucho, sobre aquella decisión.

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