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Jaime Bedoya


Un ritual sugerido al llegar por primera vez a Las Vegas consiste en recorrer a pie todas las recepciones de los hoteles del Strip. Maratón inmobiliaria para asimilar el artificio de una ciudad fundada por gánsteres. Hice caso. Fue conocer un sistema solar pedestre.

Cada hotel demarcaba un ecosistema visualmente intoxicante, decidido a imponer un carácter temático desde la primera impresión. En cuestión de metros se transitaba por un remedo de pirámide egipcia, la versión infantil de un castillo medieval, o un París de utilería con torre Eiffel a escala. Todo impostado, pero no por ello menos fascinante como propuesta real para adultos que quieren dejar de serlo.

En los hoteles la luz solar brillaba por su ausencia, sueño vampírico. La omnipresencia de maquinitas tragamonedas y un flujo permanente de tragos de cortesía fungían a manera de sedativo hipnótico. La gente parecía feliz. O en todo caso, felizmente idiotizada.

Sin luz, como pollos en un gallinero, la percepción del tiempo quedaba alterada. Podrían ser las cuatro de la mañana o las cinco de la tarde, daba igual. Solo había que seguir caminando. Al cabo de más de una hora de recorrido era momento de volver al hotel. Este era el Mandalay Bay, edificio de vidrios dorados al extremo sur del bulevar.

Al día siguiente el oro de las ventanas explicaba su razón de ser. Una película polarizada hacía amable, inútilmente hermosa, la severa luz del desierto de Nevada. Ninguna de las ventanas de la habitación del Mandalay se podía abrir. La previsión era para evitar que apostadores se vieran tentados de saltar al vacío luego de una mala noche en el blackjack. Desde lo alto el bulevar se veía insomne, neurótico, invitante.

Quise conocer algo más que recepciones de hoteles. La primera opción fue un show de magia. Un éxito: un envejecido y excesivamente maquillado David Copperfield hizo aparecer un Cadillac de la nada. La segunda era igual de intrigante: abundaba la oferta de tours para disparar armas de guerra. Una celebración turística de la segunda enmienda de la Constitución norteamericana.

El lugar más prestigioso al respecto era Battlefield Las Vegas. Ponían a disposición del turista un arsenal de 300 modelos de armas con munición real. Estas se podían usar en paquetes de experiencias bélicas variadas: Primera o Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría, Medio Oriente u operaciones especiales. El tour incluía el recojo del huésped desde la puerta del hotel en un carro militar.

Contratando el paquete premium, la experiencia incluía aplastar un auto a bordo de un tanque de guerra. Terminado el recorrido, esbeltas modelos tatuadas posaban al lado de una ametralladora Browning calibre 0,50, capaz de 40 disparos por minuto de gran precisión a larga distancia, incitando la compra de un arma de asalto, un souvenir diferente. Dos de las cuatro modelos eran pelirrojas, tal vez una casualidad.

No debería haber mayor misterio de por qué en los Estados Unidos un jubilado un día se encierra en una habitación del Mandalay Bay con más de 20 armas de guerra para masacrar al prójimo desde una altura estratégica. Aquí las armas se venden como si fueran calzoncillos. Apostar es una forma de vida. Si las armas son un juego, la vida vale lo que una ficha de casino.

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