El arte más noble es sin duda el circo, escribe Jerónimo Pimentel en su columna de esta semana.
El arte más noble es sin duda el circo, escribe Jerónimo Pimentel en su columna de esta semana.
Jerónimo Pimentel

El rito familiar empieza cuando se anuncia el concepto. Una palabra define una idea y esa idea se expresará en actos hilvanados dramáticamente, tal como se promete por las calles de Lima. En casa alguien recuerda “Zuácate”; otros, “Iluminare”. Mientras, los más pequeños debaten qué espectáculo fue primero, si “Caricato” o “Gala”. Los días pasan mientras la memoria recupera alimento, color, alegría: una mujer en balance, un hombre en equilibrio, un grupo en sincronía, los caballos en ritmo. Todo acompasado por pies que zapatean y unas manos que bailan y dirigen. La música marca y detiene, acentúa y matiza. Un logotipo invita a pensar que este arte, tan parecido a la magia, proviene de una bota de payaso de la que salen estrellas. La familia se mira y consiente: es la mejor explicación a tanta felicidad.

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El arte más noble y honesto de todos es sin duda el circo. Lo es porque es la disciplina que hace más evidente su pacto: bajo la carpa todos somos niños. Ello no implica, como lo podrían creer dos clases distintas de amargados (los adultos y los narcisos), un demérito, infantilización. Ser niño implica acercarse al mundo con la mirada limpia y las palmas inquietas. Algunos poetas logran vivir en ese trance indefinidamente y son, por tanto, los invitados naturales de este espectáculo. Los demás deben agradecer a Fernando Zevallos y a Estela Montes la oportunidad de entregarse durante dos horas a un sueño creado por un dios gracioso y amable. Ellos son capaces de convertir una arcilla agria, como lo es a veces la peruanidad, en una arquitectura bella y consistente, una plataforma emocional. En ella se convoca a la ternura y a la nostalgia, al miedo y a la sorpresa, al vértigo y al frenesí.

La Tarumba regresa a los escenarios con su última presentación "Volver"
La Tarumba regresa a los escenarios con su última presentación "Volver"

Cuando “Vuelve” termina, no acaba. Los actos montados en en escena se transforman en símbolos, en sensaciones a las que se puede volver, así como el náufrago recurre, cuando el sol oprime, a la cantimplora. Ahí están: el funambulista que atraviesa la cuerda en el aire, el fortachón que sostiene con su frente una estructura imposible, el malabarista que busca impresionar al público mientras está a punto de caer. Y a veces caen. La Tarumba, como buena parte del circo moderno, es una propuesta que contiene en su centro el error. Se le evita, pero está incorporado y en un punto asume espontáneamente su falibilidad. No hay farsa ni promesa robótica de perfección total, aséptica, inhumana. No hay truco ni tecnocracia. No es necesario decir cuánto conforta un arte que no esconde sus yerros, que no los niega ni los disfraza. Hay una lección hermosa en ver a un hombre caer. El aplauso sin protocolo, hipocresía ni cinismo recupera su fuerza vital.

Cada año los peruanos tenemos este espacio, esta oportunidad. No alcanza esta columna para resaltar todo lo plausible que habita debajo de esa carpa instalada en Chorrillos, pero, si el lector necesita más aliento, que sea este: nunca verá a tantos niños juntos reír.

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