La palabra fue el personaje principal de este evento y estuvo presente tanto en los eventos oficiales como en las conversaciones más discretas
La palabra fue el personaje principal de este evento y estuvo presente tanto en los eventos oficiales como en las conversaciones más discretas
Jaime Bedoya

Uno de los intangibles más valiosos del Hay Festival son las conversaciones que despierta. Menos protocolares, más maliciosas, pero siempre tomando partido de ese extraño paréntesis de prevalencia verbal que se está empezando a dar una vez al año en Arequipa. Se trata de un evento que tiene a la palabra como punto de apoyo: el público acude en masa a escuchar a otras personas hablar. Eso es inusual en tiempos en que la gente apenas levanta la mirada de la pantalla, metafísica establecida hace casi cien años por la primera polilla que vio —maravillada— un fluorescente.

Concentrarse en la parrillada de vanidades de rigor, que en el caso literario ha de multiplicarse por diez el factor narcisista, es quedarse viendo el dedo cuando se señala la luna. Aquí lo espectacular son las largas colas y auditorios llenos para escuchar una historia, un poema, una divulgación científica. ¿Funcionaría en Lima, ciudad capital con la facultad de acojudar hasta a las bacterias según uno sus alcaldes?

Dentro de los días arequipeños del Hay estos son tres de los temas de los que escuché conversaciones.
La cuota de género: al configurar las mesas de conversación, Cristina Fuentes, factótum del Hay, fue muy persistente en exigir participación femenina en estas. Ella citaba una política del Financial Times según la cual sus periodistas no acuden a mesas donde no participen mujeres. Al comienzo se debatía el punto: la corrección política no puede ser una regla. Luego se entendió que el debate partía desde un punto ciego (todos tenemos uno o más). No era solo formalidad. Era fondo, representación y sentido común. Estuve en una mesa para la que tomó tiempo encontrar una voz femenina. El tema era un balance del Mundial de Rusia 2018. Una vez que se encontró a la persona idónea ella no pudo acudir. Al tener al frente a cuatro hombres hablando, una de las primeras preguntas del público fue por qué no había una mujer presente, y por qué en los programas deportivos solo había exmisses o modelos hablando de fútbol. La pregunta la hizo una mujer, y tenía razón en hacerla.

El penal de Cueva ante Dinamarca: una noche, en una sobremesa, se reveló finalmente por qué fue Cueva —y no Farfán— el que pateó esa falta. El problema es que por ahora no se puede hacer público ese secreto. Si fuera cierto, tiene algo de ternura y algo de estupidez, en una proporción aproximada de 20/80.

El Bolsonaro peruano: el tema nació como consecuencia de una mesa (inclinada) acerca de los 50 años del golpe de Velasco. Cierta evidencia en el auditorio por la nostalgia castrense y la proverbial mano dura prolongó el tema en una reunión privada posterior. La debilidad por el uniforme.

Salieron los nombres de los sospechosos comunes, al menos los que están siendo convocados al casting: Rafael Rey, Phillip Butters, Pedro Olaechea. Y alguien lúcido dijo no, de ahí no será, refiriéndose por el adverbio de lugar a ese punto de encuentro nacional entre Blanquitos out of Context y Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas. El Bolsonaro peruano saldrá del otro lado del espejo. Será alguien que sí ha vestido uniforme y que sí ha percutido arma de fuego en su vida, contando a su favor en esta confirmación con la absorción atómica y posible evidencia forense incriminadora.

El nombre de Daniel Urresti —19 % en las municipales— se impuso en una noche arequipeña que se hizo más fría y algo seria. Aunque nunca tanto. Era solo una charla. La realidad siempre puede ser peor.

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