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Jefferson Airplane

“¿Y si nos estamos equivocando todos?”, le dijo el poeta Allen Ginsberg a su colega Lawrence Ferlinghetti aquella tarde en la que San Francisco pareció ser la Tierra Prometida. El sol caía sobre los asistentes al campo de polo del Golden Gate Park como si nada más hubiera caído antes en el mundo: había una sensación de absoluta serenidad. Sin embargo, Ginsberg, tantas otras veces sonriente, parecía por un instante preocupado. En un contexto aparentemente maravilloso, en el que miles de personas se acercaban al lugar en busca de libertad, paz, amor y otros tesoros perdidos, la pregunta del vate, que ya había afirmado varios años antes haber visto a las mejores mentes de su generación destruidas por la locura, sonaba impactante, estremecedora. Cerca de 30 mil personas llegaron convocadas a lo que llamarían el “encuentro de las tribus para ser humano” (en realidad, hay un juego de palabras difícil de traducir del nombre original: “Human Be-In”). Muchos miles más se sumarían en los siguientes días atraídos por la sensación recurrente de que el mundo podría ser otro desde ahí y desde entonces, tras las movilizaciones sociales y estudiantiles que habían tenido lugar en diversos puntos de los Estados Unidos desde tiempo antes.

Y Ginsberg los contemplaba a ellos, y mucho más allá de ellos, aquel 14 de enero de 1967 en el que sonreía y temía, intermitentemente. En los años de los Beach Boys, no todo eran good vibrations.

San Francisco, enero de 1967. Janis Joplin junto a la banda Big Brother & The Holding Company, durante el Human Be-In, en el Golden Gate Park. (Foto: Getty Images)
San Francisco, enero de 1967. Janis Joplin junto a la banda Big Brother & The Holding Company, durante el Human Be-In, en el Golden Gate Park. (Foto: Getty Images)


—Gente extraña—
“Finalmente tendrá lugar, y de manera extática, la unión entre el amor y el activismo previamente antagonizados por los dogmas categóricos y el afán por poner rótulos, de modo que será posible una evolución de las formas”, escribió días antes Allen Cohen, editor de The Oracle of the City of San Francisco, el periódico underground más importante de la zona, uno de los que había convocado a aquella reunión gratuita que terminó convirtiéndose en la primera gran movilización hippie, que reunió tanto a intelectuales como a músicos y activistas de diverso espíritu. Ese día participaron otros poetas, como el místico Gary Snyder o Michael McClure, además de las bandas más importantes del circuito local de aquellos tiempos, como Quicksilver Messenger Service, Country Joe & The Fish, Jefferson Airplane o Jerry García y sus Grateful Dead. Además, teóricos de la psicodelia como Richard Alpert o Timothy Leary también se hicieron presentes con su propio mensaje. “Turn on, tune in and drop out”, diría el mismo Leary aquella tarde, algo como “préndete, sintonízate y libérate”. A la mayor parte del público presente —nietos de la Gran Depresión, hijos de la Segunda Guerra Mundial— nadie le había dicho nada semejante en su vida.

Nadie, tampoco, le había mostrado un mundo como el que ahí se revelaba ante ellos: poetas con túnicas y aretes cantando ininteligibles mantras por un lado; por otro, melenudas bandas de rock interpretando la más confusa e incendiaria psicodelia; más acá globos, burbujas, flores diversas y cintas de colores; más allá, dos eruditos del ácido invitaban a miles a convertirse en iniciados de esa droga que era casi una nueva religión. Ese día convivieron la inocencia y la serpiente.

Durante la tarde, Emmett Grogan, líder de un grupo de activismo comunitario radical llamado Diggers, sintió que la situación entera era forzada, posera. Tiempo más tarde, en Ringolevio, su autobiografía, confesaría su fastidio con los organizadores por convocar a tantos miles, “engañados por la estafa del amor, que esperaban vivir cómodos en la pobreza, tomando su lugar en el reino del amor del barrio”. ¿Era un ideal demasiado romántico en un mundo en plena Guerra Fría? ¿Qué sería de todos ellos después de aquel día?

Ese era exactamente el temor que tenía también Allen Ginsberg —combinado con su feliz entrega a exóticas y lúdicas danzas— cuando recordaba las lecciones impetuosas y eternas de sus amigos Jack Kerouac y Neal Cassady, escritas en Los vagabundos del Dharma o En el camino. O la ruta loca por la que el mismo Cassady manejó “Further”, el bus de Ken Kesey y los Merry Pranksters, que recorrió América usando LSD como combustible y que Tom Wolfe describiera en Ponche de ácido lisérgico, piedra fundamental del nuevo periodismo, una muestra de que Norteamérica no solo empezaba a transformar su modo de vida, sino también la forma en la que escribía y leía.

Aquel temor poético ante lo inconmensurable fue el mismo que tuvieron muchos durante toda la explosión del movimiento que fue bastante más allá de ese día y ese lugar: además de San Francisco, ciudades como Los Ángeles, Detroit, Washington, Nueva York, París o Londres vivían su propia agitación gracias a la lucha por los derechos civiles, la ansiedad de expansión de la conciencia, la difusión de la responsabilidad medioambiental, el cuestionamiento de la cultura oficial, el rechazo al materialismo, la transformación del arte debido a nuevas influencias, el enfrentamiento contra la guerra de Vietnam o la lucha por la igualdad racial y sexual (y su liberación). Todo esto convirtió al movimiento hippie en mucho más que un grupo de marihuaneros pelucones, vestidos a todo color y con inciensos en la mano: lo que estos muchachos hicieron esos días fue sentar las bases de muchas de las protestas y luchas idealistas que se sostienen hoy en el mundo. Era la transformación de la conciencia histórica de una generación y, con suerte, de las venideras.

Lo que el movimiento hippie hizo fue sentar las bases de muchas de las protestas y luchas idealistas que se sostienen hoy en el mundo. (Getty Images)
Lo que el movimiento hippie hizo fue sentar las bases de muchas de las protestas y luchas idealistas que se sostienen hoy en el mundo. (Getty Images)


—La era de Acuario—
When the Moon is in the Seventh House/ And Jupiter aligns with Mars/ Then peace will guide the planets/ And love will steer the stars”, decía la letra de “Aquarius”, una de las canciones del musical Hair, bastante popular en aquel 1967, pues trataba acerca de un joven que, camino a alistarse para ir a Vietnam, vivía diversas aventuras con un grupo de hippies que cambiarían su vida. Muchos de los seguidores del movimiento creían en el mensaje astrológico que aseguraba que la era de Acuario se había iniciado durante los sesenta. Esta, como dice la canción, traería armonía y entendimiento, simpatía y confianza, entre muchas otras virtudes que harían el mundo mejor, pletórico de prosperidad, paz y abundancia.

Hoy esto puede sonar absolutamente naif, pero la clave de que pudiera concretarse radicaba justamente en creérselo por completo. El mismo movimiento hippie convivía cotidianamente con la luz y la oscuridad: mientras por un lado Jim Morrison cantaba sobre la posibilidad de matar a su padre y tener sexo con su madre en “The End”, por el otro, John Phillips, líder de The Mamas & The Papas, componía “San Francisco” para Scott McKenzie. Esta canción, que les recomendaba a los visitantes llevar flores en el pelo antes de llegar a una ciudad donde se cruzarían con muchas personas gentiles, fue también el colmo de la cursilería para muchos, pero se convirtió en el himno definitivo del “verano del amor”.

Si casi cien años antes (entre 1848 y 1855), la fiebre del oro había llevado a los norteamericanos a desplazarse masiva y arriesgadamente desde todos los confines de su territorio hacia la costa oeste, esta vez el escenario, aunque igual de magnético, se mostraba muy diferente: el oro era una promesa espiritual. San Francisco y Los Ángeles eran los puntos a los que acudía el hombre para encontrarse consigo mismo, volver a sus raíces y recuperar su vínculo con la naturaleza. Y eso les sucedía a muchos, aunque el año 1967 hubiera comenzado particularmente agitado.

El 2 de enero, el conservador Ronald Reagan, mal actor de Hollywood y peor político, que aseguraba que los hippies “vestían como Tarzán, tenían el pelo como Jane y olían como Chita”, se convirtió en gobernador de California. Mientras tanto, esa misma semana, The Doors lanzaba su álbum debut, y le decía al mundo “Break On Through (To The Other Side)”. Pero el sonido de la vida en aquellos años fluyó también a través de otras grabaciones: el disco homónimo de Grateful Dead, Surrealistic Pillow (Jefferson Airplane), Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (The Beatles), Disraeli Gears (Cream), The Piper At The Gates Of Dawn (Pink Floyd), John Wesley Harding (Bob Dylan), Sell Out (The Who), The Satanic Majesties Request (Rolling Stones), Are You Experienced? (Jimi Hendrix) o el debut de la Velvet Underground bajo el cobijo protector de Andy Warhol.

En ese mismo período, la persecución de las autoridades, sorprendidas y temerosas ante el fenómeno que se sucedía frente a sus ojos, era pan de cada día en diversas ciudades del país, pero bastante notoria en el Sunset Strip de Los Ángeles, como en el barrio de Haight-Ashbury en San Francisco. El Estado parecía en guerra contra los hippies, contra las mujeres, contra los universitarios o contra la población afroamericana. Bandas como The Doors, Buffalo Springfield y The Byrds se presentaron en un concierto para protestar contra la represión policial. “Desde que los bailes comenzaron, hace casi exactamente un año —escribió entonces Ralph J. Gleason, periodista y futuro fundador de la revista Rolling Stone—, el único problema que se ha suscitado en los salones ha sido la policía… el problema es que la sociedad le tiene terror a la juventud, de modo que la ha declarado ilegal”. Otra cosa que se declaró ilegal antes de aquel verano, en 1966, fue el LSD. Sin embargo, el poder químico de Owsley Stanley —quien llegó a producir 1.25 millones de dosis entre 1965 y 1967— lo convirtió en un rey sin trono, pero con miles de súbditos alucinados. De hecho, la banda más representativa del espíritu
hippie, Grateful Dead, le dedicó el tema de Owsley Stanley. “San Francisco, a mediados de los sesenta, era un lugar del que valía la pena formar parte; ninguna explicación ni juego de palabras, música o recuerdos alteran esa sensación de saber que estabas vivo en ese rincón del tiempo y del mundo —reflexionaba el escritor y periodista Hunter S. Thompson en Miedo y asco en Las Vegas—. Aquello significaba locura en cualquier dirección y a todas horas; allí todo era posible. Era una fantástica sensación de que todo lo que hacíamos estaba bien, de que ganábamos, y ese era el asidero. Esa inevitable sensación de victoria sobre las fuerzas del mal, no en un aspecto militar, no lo necesitábamos. Nuestra energía prevalecería, teníamos el ímpetu, cabalgábamos sobre la cresta de una alta y hermosa ola”.


—Con una ayudita de mis amigos—
“Sé feliz, sé libre, usa flores, trae campanas, ¡ten un festival!” era el lema con el que se convocaba a la que sería, hasta ese momento, la más grande concentración artística y musical realizada al aire libre: el Festival de Monterey (con una “r”). John Phillips, líder The Mamas and The Papas, Paul McCartney y otros socios decidieron llevar a cabo un encuentro de tres días —el 16, 17 y 18 de junio de 1967— en el que hubiera espacio para reunir a los mejores talentos del momento y cuyas ganancias se donaran completamente a causas benéficas.

“Los Byrds y los Airplane volaron/ Oh, la música de Ravi Shankar me hizo llorar/ The Who explotó en fuego y luz/ La música de Hugh Masekela fue negra como la noche/ Grateful Dead explotó las mentes de todos/ Jimi Hendrix, nena, créeme, puso el mundo en llamas”, cantó Eric Burdon, vocalista de The Animals, en el tema “Monterey”, publicado poco después del festival para terminar de consagrarlo como un momento mítico en la historia de la música contemporánea. Todo fue cierto: si la actuación de The Who se consideró demoledora gracias al éxtasis anárquico de Pete Townshend, lo que siguió se convirtió en una imagen imperecedera de la década: tras un set poderoso, Jimi Hendrix concluyó su interpretación de “Wild Thing” destrozando su guitarra mientras la tocaba, e incendiándola finalmente en un ritual en el que el alma del instrumento, la suya y la de los asistentes se convirtieron en una sola gracias a ese fuego. Otra imagen inolvidable es la de Mama Cass, de The Mamas and The Papas, mientras observaba atónita desde el público a Janis Joplin cuando esta cantaba “Ball and Chain”. “Sitting down by my window/ Honey, looking out at the rain…”, ronroneaba Joplin, convertida en dinamita para el alma, con una voz que parecía resucitar a Bessie Smith y todos sus demonios. También se presentaron Canned Heat, Country Joe And The Fish, Simon and Garfunkel, Otis Redding, entre otros. Un documental dirigido por D.A. Pennebaker muestra el festival en todo su esplendor.

Más de 50 mil personas se presentaron para compartir un pedazo de felicidad en ese rincón del mundo, al tiempo que se invocaba la paz allí donde las bombas y los disparos eran la única música posible: el Vietnam al que el presidente Lyndon Johnson enviaba cada vez más tropas, la Nicaragua controlada por Somoza, la guerra de los Seis Días que acababa de enfrentar a Israel con Jordania, Siria y Egipto. Los jóvenes que convirtieron su mensaje de libertad en un movimiento universal aún no podían siquiera imaginar lo que se venía: Muhammad Ali perdería su título de campeón del mundo de box por resistirse a ir a Vietnam. Ese mismo año asesinarían al Che Guevara, el siguiente caerían también Martin Luther King y Bobby Kennedy, llegarían el Mayo Francés y la Primavera de Praga. Vietnam no tendría fin hasta más de seis años después y, si Johnson les parecía malo, Nixon sería peor. Sorprenderían Woodstock, el fenómeno cinematográfico Easy Rider y la violencia de los Hell’s Angels en Altamont, el llamado “fin del sueño hippie”. Pero nada sería lo mismo. Y es que, para muchos, el “verano del amor” no fue una estación: duró desde inicios de 1967 hasta fines de 1969.


—Como una piedra rodante—
“Fue una explosión de la juventud”, dice Pochi Marambio, fundador de Tierra Sur, para explicar por qué 50 años después del “verano del amor” y a tantos miles de kilómetros es natural que nos siga importando el tema. Para él, en aquel movimiento “se veía que no solo era diversión, sino que había un impulso por discutir y hacer, participar de las decisiones importantes. Antes de eso, los jóvenes ni se atrevían. Entonces sentimos que éramos capaces”. Por su parte, Tavo Castillo, reconocido integrante de Frágil, cree que la vigencia de los ideales del movimiento hippie se entiende “porque todos queremos de alguna manera regresar a la naturaleza. Es un instinto que, sumado a las luchas civiles, hace que su mensaje sea permanente y universal.”

En estos días la comunidad californiana de Monterey se prepara para celebrar, con alegría y orgullo, los 50 años del festival, también el 16, 17 y 18 de junio, con un cartel de artistas encabezado por Eric Burdon and The Animals, Booker T. Jones y Phil Lesh, presentes en la versión original. Las entradas en 1967 costaron poco más de seis dólares por día. Hoy cuestan 105. Lo comercial, negocio es; pero el mensaje, felizmente, vivo está. Después de todo, como escribió Mikal Gilmore, periodista de Rolling Stone y partícipe de aquellos años soñadores, “desde entonces, la historia de nuestra época ha sido la historia de una reacción. […] El eco de aquella ruptura sigue sonando en casi todas las grandes disputas y cambios culturales de la actualidad. De una manera u otra, lo que se puso en discusión en San Francisco en 1967 se seguirá discutiendo para siempre”.

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