El deseo de viajar esconce un pensamiento profundo relacionado a la libertad y búsqueda.
El deseo de viajar esconce un pensamiento profundo relacionado a la libertad y búsqueda.

El viaje como experiencia iniciática. En un hermoso libro titulado Teoría del viaje, el filósofo francés Michel Onfray (Argentan, 1959) aborda una de las experiencias humanas con mayores resonancias filosóficas. El viaje, en efecto, no es solamente el desplazamiento de un lugar a otro en el espacio geográfico. Es, como dice Onfray, una manera de estar en el mundo: el modo nómade. Como lo es también su opuesto: el modo sedentario. En clave nómade amamos “la ruta, larga e interminable, sinuosa y zigzagueante”. En clave sedentaria disfrutamos “de la madriguera, oscura y profunda, húmeda y misteriosa”. Se trata, al fin y al cabo, de dos principios que son consustanciales a los seres humanos pero que gravitan de distinta manera en cada uno de nosotros.

¿Pero qué es el viaje y en qué se diferencia del turismo, esa otra experiencia contemporánea? Dice Onfray: “El viajero concentra el gusto por el movimiento, el deseo ferviente de movilidad, la incapacidad visceral de la comunión gregaria, la furia de la independencia, el culto de la libertad y la pasión por la improvisación”. En otras palabras, el viajero es aquel que solo se compromete con el presente y que se rehúsa a dejar que su existencia se vea cuadriculada, cronometrada y limitada por la lógica de la racionalidad económica expresada en el popular adagio: “El tiempo es oro”. En tal sentido, viajar es ir a la deriva, en la doble acepción que nos ofrece el Diccionario: la de navegar o flotar a merced de la corriente o del viento, y la de moverse sin dirección o propósito fijo, siguiendo el hilo imprevisible de las circunstancias.

Y ahí radica la gran diferencia con el turista. Este convierte el viaje en un tour perfectamente planificado (horarios, alojamientos, visitas, etc.) en el que, en el mejor de los casos, no hay lugar para contingencias e imprevistos y mucho menos para el azar. Y donde cada tramo recorrido está contemplado a priori en una agenda rigurosa. Todo está contabilizado, presupuestado, cotizado de manera tal que el dinero empleado para el viaje sea rentabilizado al máximo. En cuanto a los lugares que visita, el turista lo registra todo con la cámara fotográfica y el celular en ristre, siempre listo para el selfie que anuncia: “Yo estuve aquí”. El turista no se detiene, no se demora. Corre de un lugar a otro para ver “más” cosas, para “aprovechar el tiempo”, para “exprimirlo” hasta sacarle el jugo. Y obtener así el mayor beneficio.

El viajero, en cambio, se desentiende del reloj. El suyo no es el tiempo cronológico, convencional y restrictivo, sino más bien un tiempo singular, propio que no se mide de manera cuantitativa sino cualitativa, según la intensidad de los momentos vividos, queridos y deseados. En consecuencia, deja que sea su capricho el que gobierne sus acciones y se entrega, sin reservas, a lo que le dictan sus impulsos. En otras palabras, como señala Onfray, “obedece a una fuerza que, surgida del vientre y de las profundidades de su subconsciente, le coloca en el camino y le abre el mundo como un fruto exótico, raro y dispendioso”.

Michel Onfray
Michel Onfray

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