Foto: Zara Alanya en Facebook.
Foto: Zara Alanya en Facebook.

La mayoría de las veces cocinar no es sobre tener una voz, sino sobre dársela a tus clientes. Estoy en Alanya Café, un lugar discreto en la calle Domeyer, en Barranco, y se me ocurren algunas ideas peregrinas. Primero, que debe ser muy difícil destacar en un vecindario con tanta estrella gastronómica y con tanto espacio que brilla en la prensa y en el mundo. Cruzando la calle está Siete, de Ricardo Martins, repleto de ondaza y sabor. En la esquina, Isolina, con su cocina criolla de fama regional. A siete minutos a pie, Central, con capítulo en Netflix, y a cinco, Mérito, recientemente aplaudido en Madrid Fusión. ¿Qué puede hacer un restaurante pequeño para encontrar su lugar ante tales colosos?

LEE TAMBIÉN: “Cuanto vale una sonrisa”, por Javier Masías

Escuchar al vecindario, me dice lo que tengo el frente, una carta pequeña que resume, como hacen las cartas que funcionan, los usos que el barrio da al espacio: toman café y lo acompañan con algo para comer, a veces en la tarde y otras veces como desayuno; cuando es de noche toman una copa y la acompañan con algo más y ocasionalmente quieren un plato para un almuerzo sencillo, funcional y sabroso. Las opciones que se despliegan responden a estos imperativos: unos cuantos sánguches, un par de tostas, una tablita de quesos, un puñado de pizzas. En la entrada dos vitrinas al lado de la máquina de café con croissants rellenos y pastelería para acompañarlo. Por ahí una pasta fresca hecha en casa con dos salsas básicas diferentes y un par de ensaladas. Y para la noche una carta de cocteles sencilla, fácil y barata, con un par de mocktails para quien no quiera alcohol.

El boca a boca ha hecho su trabajo y tres cosas empiezan a llamar la atención fuera del barrio: algunos postres, la bollería y las pizzas. Si quiere ponerlos a prueba, pida la maceta de chocolate, el croissant de cheesecake y la pizza de quesos.

El primero tiene la forma de un cactus. Lleva crema de maní, bizcocho de culantro, crema de kión, mousse de tequila y limón y tanto la base como la cubierta son de chocolate. El postre es pequeñito pero está recién hecho, y por lo tanto, como ocurre siempre con la pastelería, se expresa en todo su esplendor. Hay complejidad, sensibilidad y cariño, en raciones del tamaño justo para acompañar el antojo dulce del café.

El éxito de los croissants rellenos permite también su producción y rotación diaria. Los rellenos son de buena calidad y demuestran nuevamente cariño y cuidado. El caso de la pizza es igualmente excepcional en un barrio en el que abundan las opciones de ese tipo –aquí han estado todos, desde La Linterna hasta Pan.Sal.Aire– y logra bordes crujientes con rellenos cuidados y sabrosos en un rango de precio un poco más barato.

Rara vez alguien dice que comió increíble, pero el lugar para lleno y la gente sale feliz con sus necesidades satisfechas: el ticket no es demasiado alto, se vuelve a menudo, y las cosas se hacen con tanto cariño que ya se habla de ellos en barrios más remotos y con su propia oferta. La pastelería es buena, la pizza sorprende gratamente por el precio, pero la bollería parece ser la mejor de la ciudad y la demandan por delivery de todas partes. Un caso exitoso, y todo por saber escuchar a los vecinos.

Contenido sugerido

Contenido GEC