Así se encuentra Mirave luego del huaico. (Foto: Zenaida Condori)
Así se encuentra Mirave luego del huaico. (Foto: Zenaida Condori)
Pedro Ortiz Bisso

¡Qué tontos, cómo pueden vivir por donde pasa un huaico!, repiten –repetimos– como loritos, desde su cómoda distancia, quienes opinan sobre el desastre en y otras zonas del país. “¿Qué les pasa? ¿Están esperando que el río se los lleve?”, rematan, como si aguardaran ansiosos una trágica conclusión.

¿Por qué no se mudan? La abogada Daniela Meneses se hizo esa pregunta en su columna semanal en este Diario y halló diversas razones en estudios realizados en el Perú y otras partes del mundo.


Los motivos son distintos. Van desde el obvio –la falta de dinero– hasta la edad de los moradores (los mayores son los que más se resisten a marcharse), el miedo a lo desconocido y un aspecto que suele dejarse de lado en el análisis en caliente: el apego al lugar.

Meneses cita, entre otras, a Helen Adams de la Universidad de Exeter, quien encontró este rasgo entre los habitantes de San Mateo, Chocna, Surco y Caruya, en las alturas de Huarochirí, localidades sujetas a ser arrasadas durante los meses de lluvias.

Allí, como ocurre entre quienes viven en zonas asoladas por huracanes en Estados Unidos, no pocos prefieren quedarse entre los suyos, a pesar del riesgo de perder la vida.

En Lima, donde andamos con el índice en ristre para señalar errores ajenos, también tenemos lo nuestro.

Gran parte de las casi 10 millones de personas que habitamos en estos lares lo hacemos sobre superficies endebles y sin mayor habilitación, sea en cerros, en el llano o en las riberas, en viviendas en apariencia seguras que no cumplen requisitos mínimos para su edificación.

En Lomo de Corvina, Villa El Salvador, habitan unas 10 mil personas sobre arenas que se harán movedizas el día que se produzca el gran remezón que los sismólogos aguardan desde hace años.

En Chorrillos, varios miles lo hacen en zonas pantanosas. Y frente al parque zonal Huayna Cápac, a la vera de la Panamericana Sur, otros tantos viven y construyen sobre lo que fue uno de los más grandes botaderos del sur de la ciudad.

La desesperación, la pobreza, el miedo, el sentido de comunidad no le quita responsabilidad a quienes persisten en vivir en zonas peligrosas. La principal, sin embargo, le pertenece al Estado, que en lugar de mostrar empatía y firmeza prefiere mirar de costado o apela al clientelismo, y permite que se siga viviendo en trampas mortales.

El Comercio le preguntó al primer ministro César Villanueva qué acciones tomará el Gobierno para que, desde donde le corresponde, el Estado deje de tener un papel reactivo durante las emergencias.
Lo que encontró no pudo ser más decepcionante. El señor Villanueva no pasó del clásico “se debe”, esa respuesta que hemos escuchado tantas veces en otras voces, que bajo el disfraz de la preocupación en realidad significa algo más castizo: “Conmigo no es”.

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