Detrás del ‘palmericidio’, por Pedro Ortiz Bisso
Detrás del ‘palmericidio’, por Pedro Ortiz Bisso
Pedro Ortiz Bisso

Detrás del ‘palmericidio’ en la avenida Las Palmeras, propio de la desprolija manera con que suelen manejarse los asuntos en Lima, existe una cadena de decisiones que en una urbe civilizada sonarían insólitas, pero que en la nuestra forman parte de aquello que nos hemos resignado a llamar normalidad.

En principio, cuando saltan a la luz problemas de este tipo, los involucrados son presas de un ataque de súbito infantilismo porque recurren a las más ridículas niñerías para zafar del escándalo. Así, apenas se conoció de la tala, las municipalidades de Lima y Los Olivos empezaron a jugar al “yo no fui, fue Teté”, tirándose la pelota como si jugaran matagente.

Cuando la selección de fútbol volvió de España luego de su estrepitoso fracaso en el Mundial de 1982, el viejo Tim dijo que se iría a la tumba sin saber por qué César Cueto no dio un solo pase bueno durante la competencia. Pues usted y yo nos iremos a la tumba, resucitaremos y volveremos a morir antes de que una autoridad peruana ponga el pecho y asuma su responsabilidad tras una decisión errónea. Es más fácil ganar la lotería que encontrar un político capaz de reconocer sus faltas y ofrecer disculpas por ello.

La tala de un árbol siempre resultará una opción más barata que trasladarlo a otro lugar. Sin embargo, queda claro que de haber habido una real voluntad de proteger el medio ambiente, ni siquiera se habría pensado en ella como opción.

Las palmeras taladas son de la especie llamada ‘Washingtonia robusta’ y pueden superar los 30 metros de alto. Es decir, cuando se sembraron, se sabía que algún día alcanzarían la altura de los cables de alta tensión, que ya se encontraban en el lugar.

¿Por qué no se eligieron palmeras de otro tipo? El nombre de la avenida no puede condicionar la siembra de ninguna especie sin medir sus consecuencias.

Es que nuestros alcaldes, en ciertos casos con la complicidad de los vecinos, tienen la costumbre de colocar maceteros, bancas, estatuas, árboles y cuanta cosa se les ocurra en los espacios públicos por dos razones que consideran fundamentales: “son bonitos” o “la gente lo pidió”. Por eso, Lima está regada de leones dorados, portales de feria e inexplicables alegorías que, por la cantidad de mayólica utilizada, parecen homenajes al baño de quien mandó colocarlos. Además de árboles y otras plantas que por la escasez de agua en la ciudad se hace difícil cuidar adecuadamente. 

Según el Plan Metropolitano de Desarrollo Urbano de Lima 2035 –documento que debe estar refundido en algún cajón del Concejo de Lima–, la capital tiene 3,1 metros cuadrados de área verde por habitante, pese a que la Organización Mundial de la Salud recomienda al menos 9 metros cuadrados.

Este arboricidio es una muestra más de que a nuestros alcaldes el cuidado del medio ambiente les importa poco o nada. Lo suyo es el ladrillo y el cemento, eso sí no lo tocan. Y si tiene forma de ‘by-pass’, mucho mejor

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