“Ictericia Municipal”, por Gonzalo Torres
“Ictericia Municipal”, por Gonzalo Torres
Gonzalo Torres

La gente ve el color que quiere ver, una especie de daltonismo selectivo. Para tal caso, ve lo que quiere ver, simplemente. Muchos ven en el amarillo con el que se pintan algunas obras o elementos de las mismas una señal inequívoca de sectarismo castañedista o de llevar agua para su propio molino, ya que el color del partido del alcalde es amarillo (Castañeda siempre hacía campaña con una camisa amarilla). Pero el color que identifica a la Municipalidad de Lima y, específicamente a nuestra ciudad, es el amarillo.

Uno de los símbolos distintivos de la ciudad en el virreinato fue el Estandarte Real, entregado por los propios reyes de España y que en el Día de Epifanía hacía un paseo por la Plaza Mayor con el acompañamiento de las principales autoridades. Tal blasón es descrito por Torres Saldamando como de color caña y forro amarillo. El mismo Ricardo Palma tuvo la fortuna de verlo en la década del sesenta del siglo XIX en su repatriación desde Francia (la tenía en su poder don José de San Martín y luego se perdió en alguna revuelta de la época –la historia es fascinante y excede los alcances de esta columna–).

La bandera de la futura comuna republicana admitió el escudo (que también lleva amarillo en las coronas, las estrellas, las letras) y puso como fondo el color gualdo, un amarillo que toma su nombre de una flor llamada gualda y que imita el color del oro. Esa es otra relación con el dorado reino del Virú.

Lima y el amarillo tienen una dependencia que va mucho más allá de la presente época. No sé desde cuándo, por ejemplo, el color del edificio de la municipalidad es amarillo, pero estoy seguro de que excede largamente el influjo del actual alcalde.

No obstante, hay otro elemento que me parece mucho más simbólico y más emblemático para relacionar a Lima con el amarillo y es la elusiva flor de la amancae.

¿Qué más tradicional de nuestra ciudad que la amarilla flor que ha marcado muchas de sus historias? Hoy relegada a unos cuantos cerros de los alrededores, la flor inveterada teñía de amarillo las faldas de las cuestas próximas a la Plaza Mayor por unas cuantas semanas en junio, un espectáculo que todo amante de Lima desea volver a vivir alguna vez. Es la flor de Lima, es el color de Lima.

Es cierto que hay algo de apropiación del color por el municipio, pero el mismo le pertenece a la ciudad, no a ningún partido y el hecho de que se utilice el color en la ciudad debe ser sinónimo de identificación con la misma y no con algún movimiento político. No seamos represores del amarillo, pues le estamos dando una connotación negativa cuando debería ser lo contrario: la oportunidad de que una ciudad se identifique con un color específico. No conozco otra urbe con una identificación tan marcada con un color pero, inclusive en este sentido, es una oportunidad para Lima, independientemente de quien esté en el sillón municipal.

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