La historia del noble gesto de Jacqueline Párraga. (Fuente: El Comercio)
Rudy Jordán

Muchos peruanos, en especial los invisibles, aquellos que viven y duermen en las calles del Centro de Lima quedaron fuera del bono de S/380 otorgado por el gobierno. Antes del inicio de la cuarentena, estos indigentes, que son especialmente adultos mayores vulnerables al , comían gracias a la solidaridad de restaurantes o las sobras que encontraban en los basureros de las calles. Con el cierre obligatorio de estos locales, se cerró para ellos la posibilidad de alimentarse.

El Perú tiene más de 200 millas marinas, pero no se ve el cebiche, no se ve el pescado, ¡no se ve nada! Yo quiero saber quién está gobernando, el dragón o Dios, si no el virus va seguir aumentando", dice uno de los mendigos, de poblada barba blanca que usa una madera vieja como bastón. Otro anciano escuálido hace esfuerzos por elevar su voz a través de la mascarilla: “Yo como en la calle, ahora que la mayoría de locales está cerrado, no consigo”, explica.

Conmovida por esta circunstancia que ha puesto en vilo a quienes no alcanza el radar del estado, Jacqueline Párraga Madrid (40), una vendedora ambulante que vive a espaldas del Congreso, decidió hacer algo al respecto. “Cuando se inició la cuarentena, vi que un mendigo le suplicaba por un pan a una persona que llevaba una bolsa llena de comida. Lo siguió por cuadras pero no le dio nada”, cuenta Párraga. El egoísmo, que vio repetirse en los mercados donde los precios se disparaban y los víveres desaparecían, la impulsó a cocinar para ellos.

"Cuando yo era niña, recuerdo que mi padre traía gente a la casa. Muchas veces se quedaban. Él les compraba víveres, los ayudaba”, confiesa Párraga, quien creció convencida de que ayudar a otros es una bendición. “Este será mi aporte como peruana”, pensó. Entonces echo mano del ahorro que venía juntando para regresar a estudiar derecho a la Universidad César Vallejo, donde por falta de fondos se quedó en tercer ciclo, y salió al mercado a comprar arroz y lentejas. “Ese día comieron 32 personas, las conté, pero muchas no alcanzaron un plato”, cuenta con resignación.

Al día siguiente, pese a que le había prometido a su madre que no saldría de nuevo a la calle, Jacqueline utilizó la impotencia de no haber alimentado a todos como insumo para multiplicar la comida. “El segundo día llevé 50 platos”, refiere. Como el hambre en las calles, la fila de mendigos que llegaba aumentaba cada día. Mientras más platos preparaba, más personas aparecían. “Por eso cada día cocinaba un poco más”, relata. Sin embargo, los escasos ahorros que tenía como vendedora ambulante de productos dentales, empezaban a terminarse.

Han pasado siete días desde que Jacqueline inició a repartir la comida. Estamos en su cocina, que es el ambiente principal del departamento donde vive con su hija de siete años. Hoy terminará su obra solidaria pues ya no le alcanza el dinero. “Y, ¿qué dice tu padre de lo que haces?", le preguntó mientras prepara el sofrito para las alverjitas. Jacqueline sonríe con orgullo. “No me dice nada, me escucha”, dice. “¿Y el padre de tu hija, qué opina?”, replicó. Ella calla. “El padre de mi hija… solo Dios sabe dónde está”, sentencia mientras golpea la olla con su cuchara de madera.

Es mediodía, el sol y el hambre impacientan a los mendigos que han llegado al cruce de las calles Andahuaylas y Junín en las afueras del Congreso. La fila, antes inmóvil, se agita y los mendigos se pegan y miran absortos cuando ven a Jacqueline llegar con una pesada olla y bolsas donde carga los descartables. “¡Respeten el metro de distancia!”, grita un sereno de la Municipalidad de Lima, que intenta poner orden. No obstante, los indigentes están más preocupados por morir de hambre que por el coronavirus. De pronto uno de ellos, esmirriado y de mirada ausente, rompe filas y se cola buscando desesperadamente la comida. Cunde el caos y la bulla atrae a serenos y policías.

"Ordénense, no me quiten la voluntad”, reclama Jacqueline con autoridad a la par que otros mendigos la ayudan a retomar el orden. Entonces comienza el desfile de manos extendidas, rostros dolidos que, a veces, la bendicen o simplemente inclinan la cabeza en señal de agradecimiento. El mismo día que ella sirve la comida, por iniciativa del alcalde de Lima Jorge Muñoz, la Plaza de Acho empezaba a convertirse en albergue para los mendigos que Jacqueline logró alimentar.

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