(Foto: Hugo Pérez / El Comercio)
(Foto: Hugo Pérez / El Comercio)

“¿Tiene lancha, bote, peque peque o canoa?”. La pregunta le desencajó el rostro, aunque después todo fue risas: era evidente que una viuda octogenaria no necesitaba navegar. Pero contestarla era su deber cívico, igual que con las otras 46 interrogantes de la cartilla del . “Ni siquiera aprendí a nadar”, respondió con otra carcajada.

Era la primera jefa del hogar de los 16 departamentos de un edificio miraflorino consignados en mi mapa de empadronamiento. Vivía sola, sin familiares cercanos ni enfermeras ni empleadas del hogar. La acompañaban un gato y un perro que compartían el sofá: “¿Me moriré sin que censen a las mascotas?”, preguntó la mujer, quien había preparado desayuno para dos.

Y con ella comenzaba mi labor de voluntario en el . Mi ‘oficina’, durante casi nueve horas, fue una silenciosa calle frente al mar, rodeada por parques y zonas recreativas que cualquier otro domingo lucirían repletas de niños en bicicleta, tablistas y atletas. Ayer, todo este distrito se había convertido en una ciudad fantasma, ya que la mayoría de ciudadanos permaneció en sus casas para facilitar el trabajo de los censadores.

—Intensa jornada—
Los mensajes de WhatsApp comenzaron a llegar antes del amanecer. Los más de 200 empadronadores de esta zona, entre ellos vecinos, estudiantes y agentes de las Fuerzas Armadas, tuvimos que echar mano de la tecnología para organizar nuestra labor.

Este medio de comunicación permitió saber qué cuadrante debíamos ‘barrer’ sin el riesgo de cruzarnos con otros empadronadores, así como conocer la ubicación de nuestros jefes zonales en tiempo real y la oficina censal donde nos entregarían el kit: gorras, polos, credenciales y cuadernillos. El equipo de voluntarios se dividió unas 19 manzanas, entre la Av. del Ejército y el Malecón de la Marina. Solo en este sector había unos 22 edificios de más de 12 niveles, con al menos dos departamentos por piso. Había que actuar rápido.

Pese a la minuciosa organización, los problemas no tardaron en aparecer, sobre todo al momento de acceder a edificios sin vigilancia, donde algunos preferían no abrir la puerta por desconfianza. Unas 10 viviendas de esta zona, hacia el final del día, no pudieron ser empadronadas. Esta situación, según informó El Comercio, se repetía en varias zonas de Lima.

—El valor de la estadística—
“Uno no es consciente de la importancia de un censo hasta que no se pone en los pies de un empadronador”, opinaba Clara, una estudiante que se inscribió ayer mismo, luego de conocer el déficit de voluntarios en esta zona. No le faltaba razón. Solo con las primeras viviendas censadas, uno era capaz de conocer las diferentes realidades que pueden convivir en una misma calle: la familia extranjera que lo dejó todo en su país para emprender una compañía; una trabajadora del hogar orgullosa de su origen shipibo-konibo; la tercera generación de una familia judía que puso un restaurante de comida peruana; y hasta un escritor que no dejaba de criticar la ortografía de la cartilla.

La pregunta 25 fue, sin duda, la que más reacciones produjo. “Soy blanca, pero sabemos que el color no define la raza, así que creo sentirme mestiza”, dijo una mujer que vivía con su pareja y una niña en otro departamento. Asimismo, otras familias orgullosas de tener bicicletas en vez de autos como medio de transporte criticaron la ausencia de preguntas vinculadas a la movilidad sostenible.

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