(Foto: El Comercio)
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Angus Laurie

Muchas personas consideran aún el como un lugar de contemplación en vez de un sitio para realizar actividades. Se le ve como un lugar para ser disfrutado pasivamente desde un departamento. Esta idea surge desde una lógica inmobiliaria, donde el espacio público sirve para generar valor en vez de ser un área utilizable.

En los últimos años, esta tendencia ha cambiado un poco. La ciudad experimenta una serie de animaciones en el espacio público, organizadas por municipalidades distritales y provinciales. En particular, las autoridades organizan clases de, por ejemplo, zumba y aeróbicos, noches de cine, y se cierran las calles los domingos para que las personas puedan montar bicicleta como una actividad de recreo.

Por un lado, hay que celebrar estas iniciativas. De alguna manera, ayudan a cambiar el imaginario colectivo del espacio público, dando a las personas otras ideas sobre cómo participar activamente en los parques, plazas y calles. Por otro lado, estas animaciones reflejan una forma de política paternalista donde el Estado decide qué actividades uno puede hacer en el espacio público, dónde y a qué hora. En este caso, los ciudadanos están permitidos de hacer ciertas actividades que no podrían hacer normalmente.

El problema surge cuando existen iniciativas de los mismos residentes para activar sus propios espacios públicos. En general, las municipalidades no poseen políticas de respuesta frente a actividades o iniciativas muy positivas, y simplemente reaccionan con la erradicación de las mismas. En este caso, las autoridades actúan como un organismo con una enfermedad autoinmune que empieza a atacarse a sí mismo, sin ninguna razón o beneficio.

La Municipalidad de Lince es un ejemplo. Hace un año, prohibió la recreación activa en el parque Mariscal Castilla, a través de la ordenanza 376, que pone fin a las actividades organizadas por la comunidad, incluyendo el baile en el espacio público.

Esta semana, la misma municipalidad ha retirado un Arbolibro de uno de los parques del distrito, debido a que la pequeña caja de libros no contaba con el permiso municipal. Según su página en Facebook, los organizadores del Arbolibro están colocando cajas en algunos parques de Lince para promover el intercambio gratuito de libros entre vecinos. Un proyecto similar en EE.UU., el Little Free Library, ha mostrado que más allá de promover la lectura, el intercambio de libros promueve el sentido de comunidad, generando un nodo urbano en el que vecinos pueden conocerse unos a otros y hablar, claro está, sobre un libro.

Es cierto que las municipalidades no pueden permitir cualquier tipo de actividad y tampoco la inserción de un mobiliario extraño dentro del espacio público. Pero, por otro lado, necesitan ser mucho más atinados y pertinentes en cómo reaccionan ante iniciativas dirigidas por la misma comunidad. Al final, esta iniciativa tiene mucho más potencial en transformar la ciudad y el espacio público que cualquier animación organizada por las autoridades.

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