Pedro Ortiz Bisso

Fue una jugada muy audaz intentar un cambio en la policía prescindiendo de 18 generales. El ahora ex ministro Rubén Vargas y el presidente Francisco Sagasti olvidaron que el suyo es un gobierno débil, con una bancada congresal minúscula y que la calle que se tumbó a Merino nunca prometió apoyo incondicional.

Además, existe otro aspecto que no se calibró adecuadamente: las fuerzas derrotadas durante las movilizaciones contra la vacancia, no se han rendido. Siguen ahí, expectantes, a la espera del menor movimiento en falso para sacar las garras y atacar.

La brutal represión de las marchas nos recordó que existe un asunto que lleva años sin enfrentarse: la reforma policial. Es absurdo no reconocer la necesidad de un cambio de raíz. La pandemia se encargó de exponer con crudeza la podredumbre que carcome a la institución, luego de que se descubrieran malos manejos en la compra de materiales de protección para el personal expuesto al virus. ¿Qué mayor vileza que policías que roban sin importarle la vida de sus compañeros? ¿Es esa la institucionalidad “mellada” que defienden los opositores a la reforma?

No hay mejor defensa para la institución policial que eliminar a sus malos elementos, esos que han destruido la confianza que alguna vez tuviera la ciudadanía. Para ello se requiere firmeza, pero también muñeca política a fin de no tambalear en el intento.

Luego de las muertes de Inti Sotelo y Bryan Pintado, la policía intentó librar su responsabilidad afirmando que no usó armas letales durante las movilizaciones contra la vacancia.

Ayer, tras conocerse el fallecimiento de Jorge Muñoz Jiménez por un balazo en la cabeza, el general Ángel Toledo Palomino, jefe policial de La Libertad, negó que los agentes bajo su mando hayan usado armas con proyectiles para reprimir el paro agrario.

Las coincidencias no hacen más que evidenciar que la reforma policial no se debe postergar más.

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