Las polaroids de Andy Warhol
Las polaroids de Andy Warhol
Czar Gutiérrez

La ciudad es un incendio de neón. Marcas, logos, televisores. La ciudad es una hoguera y el hombre del piso cinco –calle 47, #237, Midtown, Nueva York– la retrata. La graba y filma. Su caverna es de aluminio plateado, rica en flora y fauna. Pintores, músicos, modelos, obreros, aristócratas, gays, héteros, ‘drag queens’, yonkis, actores porno, celebridades, poetas y otros objetos voladores la pueblan. Estampan serigrafías y producen películas tres equis. Así fracturan el elitismo de la vanguardia precedente. Y así establecen otra.

Esa que transforma una lata de sopa de cuatro dólares en una obra de arte de seis millones a partir de la sinapsis metálica de ese hombre, más bien escuálido y de voz aflautada. “Comprar es mucho más americano que pensar, y yo soy el colmo de lo americano”, dice. Bajo su peluca de plata hay una caja registradora. Tras los movimientos defectuosos de sus extremidades, la desordenada pigmentación de su piel y su hipocondría, un nuevo astro se alinea con Picasso. Los dos grandes influjos artísticos del siglo XX, sin duda.

En realidad, Warhol no inventó nada: lo reinventó todo a partir de la repotenciación del fetiche. Billetes de un dólar, botellas de Coca-Cola, recortes de periódico, capturas de TV. Y para sazonar, productos típicos de Estados Unidos: la silla eléctrica, asesinos en serie, suicidios, apaleamientos policiales. Marilyn. Y más latas de sopa Campbell, esas que alimentaron al niño enfermo, hijo de minero y costurera eslovenos que solo tenían para mezclar ketchup con agua caliente. Pero saldría de allí, de la pobreza, de Pittsburg. Poniendo en la coctelera el hiperrealismo de Norman Rockwell, el surrealismo de Duchamp y el radicalismo de Jasper Johns.

Trabajando horas extras en esa mezcla de discoteca, manicomio y plató porno que fue The Fabric, maquinaria de producción seriada. Dibujo, pintura, grabado, fotografía, serigrafía, escultura, literatura, música y, claro, cine avant-garde, si así se pueden llamar esas tomas estáticas de ocho horas en las que un hombre duerme o se filma una felación. Un paraíso del collage, la manipulación y reinterpretación de cara al estereotipo, que congela y mecaniza. Es decir, el ‘zeitgeist’, la temperatura de la época. Gradación que Warhol también midió en las noches infinitas de Max’s Kansas City, Serendipity 3 y Studio 54.

Sexo explícito. Drogas de diseño. De vez en cuando una sobredosis. Y allí, entre su séquito de zombis –Viva, Ultra Violet, Berlin, Gerard Malanga– la peruana Carmen D’Alessio, ama y señora del desenfreno noctámbulo del Studio 54 y orgullosa de aparecer en uno de sus libros: “Carmen es el jet set”, escribe Warhol en gesto sublime con la bicolor. Además, esa debe ser su única conexión amable con Latinoamérica, infausta franja territorial que miraba con desdén. “¿A quién le puede importar América del Sur?”, le dijo a su esposa, que así llamaba a esa vieja grabadora Sony que le colgaba del hombro y dictaba sus libros.

—Plástico fino—
En una suerte de amor no correspondido, la impronta warholiana llega al Perú de los años sesenta. Jesús Ruiz Rosas, Emilio Hernández (ambos en pintura) y, en diseño gráfico, José Bracamonte, Carlos González y Jesús Ruiz Durand, que apuntala la Reforma Agraria en inopinadas piezas gráficas tributarias de un gay cuya existencia ignoraban los mandos castrenses. El ‘pop achorado’ acrisola en la dinámica ochentera de Huayco y una pléyade en activo: Orlando Aquije, Marcel Velaochaga, Susana Torres, Claudia Coca, Jorge Miyagui, Mauricio Delgado, Los Salvajes, Jimbo, Roberto Peremese, Fidel, Elías Alayza, Patricia Alor, colectivo NN y Alfredo Márquez. En diseñadores gráficos de talla tipo Cherman, Goster y Rony Heredia.

Han pasado 90 años desde que abriera los ojos y el señor Andrew Warhola (1928-1987) está en todas partes, porque todo indica que nada le fue ajeno: pintor de autos, publicista, editor, ilustrador, modisto, actor, mánager de rock, diseñador, fotógrafo, devoto católico bizantino, explorador de sexualidades y voyeurista consumado. Fue un gran reactivo underground, innovó el cine proyectándolo en dos pantallas simultáneas y de la pintura por oxidación orinando sobre lienzos de cobre. Visionario del copy-paste, precursor del selfie y artífice del error controlado, el ‘lunar blanco’ de Union Square y blanco de dos balas enfermó de una vesícula que mutaría a infarto de miocardio y, ya se sabe, a cadáver exquisito. “Todo es plástico, pero amo el plástico. Quiero ser plástico”, dijo. Y el plástico no se destruye, el ecosistema lo sabe.

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