HÉCTOR LÓPEZ MARTÍNEZ

Según la teoría de Ortega y Gasset, quince años es el tiempo aproximado de una generación, que suele dejar su impronta en los dominios vital, cultural y social. Así, pues, tres lustros nos separan de una de las figuras descollantes de nuestras letras en el siglo XX, pues don Aurelio Miró Quesada Sosa fue un intelectual notable que en los predios de la literatura y de la historia, principalmente, ha dejado abundantes muestras de su talento, solidez de conocimiento y erudición. Era, para decirlo pronto, un humanista que amó profundamente a nuestra patria como se comprueba al leer su numerosa obra escrita, donde además destaca su manejo impecable del idioma castellano, impregnado de una galanura muy suya, irrepetible.

EL COMERCIO, DESDE SIEMPRE Pero en esta oportunidad no recordaremos al catedrático universitario, al decano de la Facultad de Letras y rector de la Universidad de San Marcos, al presidente y director de las Academias de la Lengua y de la Historia, respectivamente; al imprescindible miembro de la Comisión Consultiva de Relaciones Exteriores, al exitoso conferencista aplaudido en los más importantes círculos culturales del país y del extranjero. Recordaremos al periodista por vocación y tradición, al hombre que desde su temprana juventud dio lustre a las páginas del decano de la prensa nacional, el diario familiar que fue parte inseparable de su vida, del cual fue director, guía y consejero. Su talante caballeroso en toda circunstancia le granjeó el respeto y el cariño de los que tuvimos el privilegio de conocerlo, de trabajar junto a él y de contar con su generosa amistad y afecto.

La vida de don Aurelio, desde que tuvo uso de razón, estuvo vinculada a El Comercio. Sus padres vivían a pocos pasos de la entrada del antiguo y modesto predio donde estaba ubicado el diario decano. En una de las esquinas de su empedrado patio había un toldo, debajo del cual se colocaban bobinas de papel y bidones de tinta. Más atrás, en un área en parte techada y en otra no, estaba el taller. “De manera que de la terraza o de la azotea –nos contaba don Aurelio al recordar sus años infantiles– yo veía funcionar las máquinas del periódico”. Algunas veces iba a jugar en ese patio como si el destino ya hubiera decidido que su larga y fecunda existencia transcurriría siempre vinculada a esos dos insumos fundamentales del periodismo escrito: tinta y papel.

Alumno distinguidísimo del colegio La Inmaculada, de los padres jesuitas, hizo allí todos sus estudios primarios y secundarios. Cuando estaba en tercer año de media publicó su primer artículo, de corte literario, en El Comercio y desde entonces siguió colaborando en sus páginas a veces sin firma y otras con sus iniciales. A partir de 1925, luego de uno de sus viajes familiares a Europa, comenzó a publicar artículos regularmente. De esa época datan sus notas sobre autores casi desconocidos por el público limeño: James Joyce, Jean Cocteau, Bernard Shaw y otros más.

Visto el éxito de sus artículos, el director, su tío don Antonio, le encargó dirigir una página semanal que tuvo el nombre de Arte, Ciencias, Letras. Don Aurelio invitó a colaborar en ella a Jorge Basadre, a César Vallejo –quien enviaba sus trabajos desde París– al poeta Alberto Ureta, a Estuardo Núñez y a muchos otros jóvenes intelectuales de nuestro medio. Don Aurelio traducía del inglés y del francés prosa y poesía en esas lenguas, de tal modo que las novedades literarias de autores europeos y norteamericanos pudieran ser conocidas en nuestro ámbito cultural.

Don Aurelio daría a conocer también la obra de escritores japoneses, como Natsume Soseki, Fukujiro Wakatsuki, Tanizaki Junishiro, Kiku Yamata, etc. Su interés por la literatura y cultura japonesa en general siempre fue muy grande, como queda demostrado en las páginas de su libro “Vuelta al mundo” y en múltiples artículos y conferencias. Estando ya muy delicado de salud, don Aurelio tuvo la generosidad de poner unas palabras de presentación a un pequeño libro en el que reunía mis artículos periodísticos sobre la relación entre el Perú y Japón. Fue lo último que escribió.

El 25 de julio de 1927, de manos de su tío Antonio, recibió su carnet de redactor de El Comercio, en momentos en que, gracias a sus frecuentes y extensas charlas con su abuelo, don José Antonio Miró Quesada –al cual quería entrañablemente y recordaba con honda emoción–, iba recogiendo los datos que le permitirían escribir una documentadísima y emotiva biografía de él. Don José Antonio falleció en 1930 y el libro apareció en 1945, año en que se conmemoraba el centenario de su nacimiento.

En 1939 El Comercio cumplía 100 años de existencia. Con este motivo don Aurelio recibió el encargo de preparar la edición especial del 4 de mayo. Realizó un trabajo extraordinario en el que el joven catedrático y periodista puso a prueba su gran capacidad de organizador, solicitando colaboraciones a las mejores plumas del país, buscando ilustraciones o mandándolas hacer con varios dibujantes, ordenando los trabajos conforme los iba recibiendo y, luego que todo estuvo listo, entregó el material a la imprenta. Allí también supervisó el número página por página para que todo saliera perfectamente. En esa oportunidad contó con el valioso apoyo del regente del taller, don Abel Moreno. Pudo así publicarse una edición récord de 216 páginas, con monografías que hasta el presente no pierden vigencia.

DIRECTOR EJEMPLAR A mediados de los años 50 don Aurelio y su primo hermano don Alejandro Miró Quesada Garland fueron nombrados subdirectores de El Comercio. La dirección era ejercida en solitario por don Luis Miró Quesada. Ya en los años 60, cuando don Luis se ausentaba de Lima durante largas temporadas, la consulta de la página Editorial se hacía con don Aurelio o con don Alejandro, que alternaban la guardia de la dirección semanalmente.

Don Luis no pudo presenciar el retorno de El Comercio a sus legítimos propietarios. En 1980 don Óscar Miró Quesada, Racso, fue nombrado director general y don Aurelio y don Alejandro, directores, cargos que ejercieron hasta su fallecimiento.

Recuerdo que en 1979, con motivo del centenario de la Guerra con Chile, don Aurelio dictó una notable conferencia en el Centro de Estudios Histórico-Militares titulada: “El Comercio en la Guerra del Pacífico”. Un grupo de amigos y antiguos colaboradores lo acompañamos y en las palabras finales de su conferencia dijo con inocultable emoción: “Y en cuanto a mí respecta, que si se me ha arrancado una vez de El Comercio por la fuerza, nadie podrá arrancar El Comercio de mis pensamientos y de mi vida”. El abigarrado público se puso de pie en una gran ovación.

Los años en que don Aurelio y don Alejandro, siguiendo una antigua tradición, codirigieron El Comercio, pese a las dificultades impuestas por el perverso terrorismo y las graves crisis económicas, fueron muy importantes para el diario decano del Perú. Ambos directores estaban convencidos de la necesidad de impulsar la cultura en nuestro país y lo hicieron en múltiples circunstancias. No era raro que algunos se sorprendieran de la manera a la vez eficiente y coherente con la que manejaban tan importante cargo. Al respecto explicaba don Aurelio: “Podemos ser distintos en algunas reacciones y formación; pero de todas maneras creo que hemos sostenido una unidad de pensamiento y de línea en El Comercio que ha sido fundamental para la empresa y para nuestra presentación, nuestra imagen, interna y externa”.

Cada vez que cruzo por el hall de El Comercio me parece ver la figura menuda y enhiesta de don Aurelio, sus ojos claros y vivaces, sus finas manos de sosegado movimiento, escuchar su voz serena y cordial, la conversación siempre interesante, aleccionadora y a veces jovial. Nada en don Aurelio era exagerado. Todo en él era discreto y señorial. Su prodigiosa memoria y su vasta erudición le permitían enfocar los más variados temas. El veía las cosas con larga visión, no con breve pasión.

En el trabajo era estrictamente responsable y puntual cumplidor de sus múltiples obligaciones como director de El Comercio. Cuando en razón de sus años y problemas de salud le impedían ir al Diario algunas veces, hacía que le leyeran por teléfono el editorial y las notas más importantes de la portada y de la sección política, para darles el visto bueno.

El fax, que manejaba Felipe Condo, su diligente y leal mayordomo, hizo más fácil la comunicación en estos casos. Por encima de malestares o dolores, cumplía con sus deberes de director.

Don Aurelio también fue presidente del directorio y ejercía su liderazgo patriarcal con absoluta naturalidad, con el equilibrio, mesura y firmeza que lo caracterizaban. Hubiera podido ser un gran político, pero nunca aceptó los altos cargos que le ofreció en sus dos administraciones su buen amigo el arquitecto Fernando Belaunde Terry. Él prefería seguir en El Comercio manejando con sabiduría y sentido de equidad situaciones a veces muy complejas. Sentía un profundo cariño por todos los miembros de su familia y fue ejemplar esposo y amoroso padre y abuelo. En la que fue su oficina hay ahora un magnífico retrato de don Aurelio, pero no solo está allí sino en el corazón de todos los que lo recordamos con gratitud e inalterable afecto.