La fiesta del chivo, la obra en la que el Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, retrata el asesinato del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, fue elegida comola novela española del siglo XXI en una encuesta realizada por el diario ABC de España.

La obra del peruano, que también posee la nacionalidad española, se impuso a novelas como “Tu rostro mañana”, de Javier Marías; y “El mal de Montano”, de Enrique Vila- Matas.

PRIMER CAPÍTULO DE LA FIESTA DEL CHIVO

Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! Vaya ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo («Mejor dicho, de Ciudad Trujillo», cuando partió aún no habían devuelto su nombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D.C., ni en New York, nadie había vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde las sisters y sus compañeras pronunciaban correctísimamente el disparatado nombre que le infligieron al nacer. ¿Se le ocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo. ¿Sería también su padre el de la idea?

Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el noveno piso del Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y el resplandor azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo que aguarda desde que despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que había tomado rompiendo sus prevenciones contra los somníferos. La superficie azul oscura del mar, sobrecogida por manchas de espuma, va a encontrarse con un cielo plomizo en la remota línea del horizonte, y, aquí, en la costa, rompe en olas sonoras y espumosas contra el Malecón, del que divisa pedazos de calzada entre las palmeras y almendros que lo bordean. Entonces, el Hotel Jaragua miraba al Malecón de frente. Ahora, de costado. La memoria le devuelve aquella imagen —¿de ese día?— de la niña tomada de la mano por su padre, entrando en el restaurante del hotel, para almorzar los dos solos. Les dieron una mesa junto a la ventana, y, a través de los visillos, Uranita divisaba el amplio jardín y la piscina con trampolines y bañistas. Una orquesta tocaba merengues en el Patio Español, rodeado de azulejos y tiestos con claveles. ¿Fue aquel día? «No», dice en voz alta. Al Jaragua de entonces lo habían demolido y reemplazado por este voluminoso edificio color pantera rosa que la sorprendió tanto al llegar a Santo Domingo tres días atrás.

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