El concurso Historias de solidaridad muestra relatos de apoyo fraterno durante los lamentables episodios presentados con el fenómeno de El Niño costero. (Foto: Jorge Merino/ USI)
El concurso Historias de solidaridad muestra relatos de apoyo fraterno durante los lamentables episodios presentados con el fenómeno de El Niño costero. (Foto: Jorge Merino/ USI)

Anoche llovió tan poco que las gotas podían contarse. Contar las gotas, de eso se trata. Tenga uno la edad que tenga. Aunque la gente se ría de verme corriendo, saltando charcos y bailando bajo la lluvia. No me importa que me digan que me hará mal, que la humedad y tanta cosa. Hay cosas que los niños no entendemos ni queremos entender. Yo no entendía, por ejemplo, por qué no se me permitía ayudar en momentos como este. Primero dijeron que por mi edad, luego que por mi fuerza; sin embargo, terminé por no aceptar la negatividad de los demás.

Así que a escondidas de mi familia, me até dos salvavidas al cinto y salí por el techo de mi casa. Tomé toda la avenida Grau. Era cierto lo que decían, el Lengash se había salido y ya estaba por el óvalo de Grau. Así que abracé mis salvavidas con fuerza y corrí derechito por la avenida y lo vi. Ahí estaba avanzando de a pocos sin detenerse. Ese día el sol no se atrevió a salir, yo en cambio me paré firme y le hice frente al río andante. Caminé hacia él, pero conforme avanzaba sentía más la fuerza de Lengash. Llegado el momento me vi obligado a nadar. Braceaba yo contra el agua y por mi lado pasaban ratas flotando, mirándome con sus ojos rojos y horribles. A la altura de la Arequipa, una señora pedía auxilio para poder cruzar la calle. “Súbase señora, agárrese fuerte” y listo, al otro lado. Llegué a la calle Tacna y el agua casi me sepulta. Pero no, mi nado era firme y más cuando oí a un hombre gritando por ayuda. De inmediato me dirigí a él y le extendí mi flotador. Tenía un semblante gris y su traslado se hacía difícil por su decrepitud. Ya cuando llegamos a la calle Cuzco, el hombre pudo caminar solo. Intentó pagarme, pero no acepté. Una señora, al ver la hazaña, se me quedó mirando. Todo delgaducho y con el agua escurriéndome. Me dijo que estaba preocupada por sus nietos y en un dos por tres estaba yo frente a una casona, cerca del antiguo cine municipal. Los churres estaban en casa, asustaditos. Le coloqué un salvavidas a cada uno y los llevé de la mano hasta dejarlos a salvo. Cuando la abuela terminó de besarlos, ya yo estaba rumbo a la avenida.

Podría enumerar todo lo que hice en el día, pero las fuerzas me abandonan a cada minuto. En realidad yo esperaba estas lluvias. Las del 83 y 98 las viví junto a Isolina, mi mujer. Pero ella ya no está conmigo. Y lo más probable es que ella no se hubiera reído de verme chapoteando en el agua. Me habría reñido, claro está, como una madre. Pero no ahora. Si me viera así, me cubriría de lágrimas hasta ahogarse en ellas. Y me diría: “tonto, por qué lo hiciste”. Y yo no tendría ya voz para decirle que no vi desprenderse la viga que apagaría mi vida. Que me desmoroné como una estatua de yeso, pero que el dolor duro como pasada de nube. Pronto vendrán por mí. Acabo de oír a alguien decir que anoche llovió tan poco que las gotas podían contarse. Quizá la gente tenía razón y aquellos no eran trotes para un niño de sesenta años.

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