ENRIQUE PLANAS

En la madrugada del 30 de agosto de 1947, el mar del Callao arroja un cuerpo a la playa. Parece un milagro, pero el náufrago no ha muerto. Y cuando despierte, al compartir premoniciones y anuncios de desgracias, alterará la vida de quienes lo rodean. Cuarenta años después, Enrique Marrou, quien se desempeñara como médico de guardia de tan singular personaje, intentará pasar en limpio aquella historia que lo transformó para siempre. Este es el apretado resumen de El náufrago de la santa, la historia que viene a contarnos Peter Elmore (Lima, 1960), actual director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Colorado en Boulder y uno de nuestros más lúcidos autores.

—Un náufrago te sirve para auscultar la realidad limeña en dos décadas fundamentales: el cuarenta y el ochenta: ¿Cuánto tiene este personaje de símbolo? No lo veo como un símbolo, más bien es un detonante. Al escribir no tengo una tesis preconcebida. Parto de una situación que me inquieta, que me parece enigmática. Entonces escribo y voy descubriendo cosas. Ese proceso es el que hace divertida la escritura. La imagen que tenía inicialmente era la de alguien que venía de otro lado. Y ese otro lado es el mar. Me doy cuenta, después de escribir la novela, de que los temas que me apasionan tienen que ver con la memoria y el pasado. Al recordar, vivimos entre tiempos, entre el presente y el pasado.

—La presencia de este náufrago altera la vida de los protagonistas como si fuera una presencia extraterrestre Lo dices bien, porque el mar es otro planeta. Siempre he tenido esa sensación desde muy niño. Mientras que otros querían ser astronautas, a mí lo que me atraía era navegar. El mar es otro tipo de espacio profundo.

—Si hubieras cambiado la fisonomía de tu náufrago, ¿podrías tener una historia de ciencia ficción? Cuando empecé a escribirla, pensaba en una atmósfera gótica. Pero cuando la volví a leer, me di cuenta de que podría ser una novela de ciencia ficción. El mar es otro planeta, y el pasado se parece mucho al futuro, porque es desconocido.

—En la novela te planteas distintas maneras de recordar a Lima. ¿Cómo investigaste en ambos pasados? Son formas distintas de recordar a Lima y texturas diferentes del recuerdo. Cuando de niños nos encontramos con lugares antiguos, nos imaginamos cómo sería vivir en ese otro tiempo. Eso me pasaba cuando iba a la playa de Cantolao y veía las casas de La Punta. Me sugerían una vida que era la mía pero que me gustaría conocer. De alguna manera, la novela tiene que ver con una visión adulta de esa fantasía infantil, con la nostalgia de un tiempo en el que no estuviste. Por otro lado, investigué mucho. En la Biblioteca Nacional me puse a leer por un mes periódicos de la época: El Comercio, “La Crónica”, “La Prensa”. No sabía bien qué uso iba a tener eso en la novela, pero sentí que para poder escribir necesitaba leerlos.

—Aunque no la hayamos vivido, la Lima de los años 40 la vivimos a través de nuestros padres. Nos llega por herencia Esta novela me viene por mi filiación materna. Es lo que me liga a La Punta de los 40. Mi padre, que emigró de Estados Unidos en los años 50, murió cuando yo era muy niño. Para mí, ese pasado limeño lo he vivido a través de las historias que me han contado.

—Y también está la Lima de los años 80, el espacio permanente de todas tus novelas. Esa Lima fue clave para mí. Fueron mis años formativos. Era una ciudad exasperada, la capital de un país que parecía no tener futuro. Y a la vez son años de revelaciones, descubrimientos, experiencias claves. Son los últimos años que viví en el Perú, y los primeros en Estados Unidos. Es un punto de inflexión en mi vida. Cuando escribo, siempre vuelvo allí.