"UNA TIERRA PROMETIDA, el primer volumen de las memorias presidenciales de Barack Obama".
"UNA TIERRA PROMETIDA, el primer volumen de las memorias presidenciales de Barack Obama".
Redacción EC
Por Barack Obama

CAPÍTULO 21

Una noche, durante la cena, Malia me preguntó qué iba a hacer respecto a los tigres.

—¿A qué te refieres, cariño?

—Ya sabes que son mi animal favorito, ¿no?

Años antes, durante nuestra visita anual a Hawái por Navidad, mi hermana Maya había llevado a Malia, que tenía entonces cuatro años, al zoológico de Honolulu. Era pequeño pero con encanto, encajado en un rincón del parque Kapiolani, cerca de Diamond Head. De niño pasé horas allí, trepando a los banianos, dando de comer a las palomas que deambulaban por el césped, aullando a los patilargos gibones aupados en lo alto de las cañas de bambú. Durante la visita, Malia se había quedado prendada de uno de los tigres, y su tía le había comprado en la tienda de recuerdos un peluche del gran felino. Tiger tenía las garras regordetas, una panza redonda y una indescifrable sonrisa de Gioconda; Malia y él se hicieron inseparables, aunque para cuando llegamos a la Casa Blanca su pelaje estaba ya algo desgastado tras haber sobrevivido a salpicaduras de comida, haber estado a punto de extraviarse varias veces en casas ajenas, haber pasado más de una vez por la lavadora y haber sufrido un breve secuestro a manos de un primo travieso.

Yo sentía debilidad por Tiger.

—Pues —prosiguió Malia— hice un trabajo sobre los tigres para la escuela, y están perdiendo su hábitat porque la gente tala los bosques. Y la situación va a peor, porque el planeta se está calentando por culpa de la contaminación. Además, la gente los mata y vende su piel, sus huesos y demás. Así que los tigres se están extinguiendo, lo cual sería terrible. Y como eres el presidente, deberías intentar salvarlos.

—Deberías hacer algo, papá —añadió Sasha.

Miré a Michelle, que se encogió de hombros:

—Eres el presidente —dijo.

[…]

El ambiente de nerviosismo que reinaba en el Congreso no era la única razón por la que esperaba tener la legislación sobre topes e intercambios de emisiones a punto para diciembre: ese mismo mes estaba prevista la celebración en Copenhague de una cumbre sobre cambio climático auspiciada por la ONU. Tras ocho años durante los cuales, bajo la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos se había ausentado de las negociaciones internacionales en torno al clima, las expectativas en el extranjero estaban por las nubes. Y yo difícilmente podía instar a otros gobiernos a actuar de forma agresiva contra el cambio climático si Estados Unidos no predicaba con el ejemplo. Sabía que tener un proyecto de ley doméstico mejoraría nuestra posición negociadora con otros países y contribuiría a espolear la clase de acción colectiva necesaria para proteger el planeta. Al fin y al cabo, los gases de efecto invernadero no respetan fronteras. Una ley que reduzca las emisiones en un país quizá haga que sus ciudadanos se sientan moralmente superiores, pero si otros países no hacen lo propio la temperatura seguirá subiendo sin más. Así que, mientras Rahm y mi equipo legislativo estaban atareados en los pasillos del Congreso, mi equipo de política exterior y yo buscábamos la manera de recuperar el estatus de Estados Unidos como líder en los esfuerzos climáticos internacionales.

En otros tiempos, nuestro liderazgo en este ámbito prácticamente se había dado por descontado. En 1992, cuando el mundo se reunió en Río de Janeiro en lo que se conoció como la Cumbre de la Tierra, el presidente George H. W. Bush se sumó a representantes de otros ciento cincuenta y tres países en la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el primer acuerdo global para tratar de estabilizar la concentración de gases de efecto invernadero antes de que esta alcanzase niveles catastróficos. La Administración Clinton enseguida tomó el relevo y trabajó con otros países para traducir los vagos objetivos que se anunciaron en Río en un tratado vinculante. El resultado final, el llamado Protocolo de Kioto, establecía planes detallados para la actuación internacional coordinada, incluidos objetivos específicos de reducción de los gases de efecto invernadero, un sistema global de comercio de carbono similar al de topes e intercambios, y mecanismos de financiación para ayudar a los países pobres a adoptar las energías limpias y proteger bosques que, como la Amazonía, contribuían a neutralizar las emisiones de carbono.

Los ecologistas aclamaron el Protocolo de Kioto como un punto de inflexión en la lucha contra el calentamiento global. En todo el mundo, los países participantes acudieron a sus gobiernos para ratificar el tratado. Pero en Estados Unidos, donde la ratificación de un tratado requiere el voto afirmativo de dos tercios del Senado, el Protocolo de Kioto se topó con un muro infranqueable. En 1997, los republicanos controlaban el Senado, y pocos consideraban el cambio climático un problema real. De hecho, el entonces presidente del Comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, el archiconservador Jesse Helms, se enorgullecía de despreciar por igual a los ecologistas, la ONU y los tratados multilaterales. Poderosos demócratas, como el senador por Virginia Occidental Robert Byrd, también se oponían enseguida a cualquier medida que pudiese perjudicar a las industrias de los combustibles fósiles vitales para su estado.

A la vista de ese panorama, el presidente Clinton decidió no remitir el Protocolo de Kioto al Senado para someterlo a votación, sino que optó por retrasar la derrota. Aunque la suerte política de Clinton se recuperaría tras superar el impeachment, el Protocolo de Kioto permaneció guardado en un cajón durante el resto de su presidencia. Cualquier atisbo de esperanza en la posible ratificación del tratado se apagó por completo cuando George W. Bush se impuso a Al Gore en las elecciones de 2000. Todo lo cual explica por qué en 2009, un año después de que el Protocolo de Kioto entrase por fin plenamente en vigor, Estados Unidos era uno de los cinco países que no formaban parte del acuerdo. Los otros cuatro, en ningún orden particular, eran: Andorra y la Ciudad del Vaticano (dos estados tan pequeños, con una población conjunta de en torno a ochenta mil personas, que se les concedió el estatus de «observadores» en lugar de pedirles que se sumasen al tratado); Taiwán (que habría estado encantado de participar pero no podía hacerlo porque los chinos aún rechazaban su estatus como país independiente); y Afganistán (que tenía la razonable excusa de estar desgarrado tras treinta años de ocupación y una sangrienta guerra civil).

«Sabes que la situación ha tocado fondo cuando tus aliados más cercanos creen que tu posición en un asunto es peor que la de Corea del Norte», dijo Ben Rhodes, sacudiendo la cabeza.

Al repasar esta historia, a veces imaginaba un universo paralelo en el que Estados Unidos, sin rival justo después del final de la Guerra Fría, había volcado su inmenso poder y toda su autoridad en el combate contra el cambio climático. Imaginaba la transformación de la red energética mundial y la reducción en el volumen de gases de efecto invernade- ro que se habría logrado; los beneficios geopolíticos que se habrían derivado de liberarse del abrazo de los petrodólares y las autocracias que esos dólares apuntalaban; la cultura de sostenibilidad que podría haber arraigado tanto en los países desarrollados como en aquellos en desarrollo. Pero mientras me reunía con mi equipo para trazar una estrategia pensada para nuestro universo real, debía reconocer algo que resultaba palmario: incluso ahora que los demócratas controlaban el Senado, no tenía manera de asegurarme los sesenta y siete votos necesarios para ratificar el marco de Kioto existente.

Bastantes dificultades estábamos teniendo para conseguir que el Senado elaborase un proyecto de ley doméstico sobre el clima. Barbara Boxer y John Kerry, el senador demócrata por Massachusetts, llevaban meses redactando una posible legislación, pero habían sido incapaces de encontrar algún par republicano dispuesto a respaldarla con ellos, lo que ponía de manifiesto que era poco probable que el proyecto de ley saliese adelante, y haría necesaria una nueva estrategia más centrista.

Tras perder a John McCain como aliado republicano, volcamos nuestras esperanzas en uno de sus amigos más cercanos en el Senado, Lindsey Graham, de Carolina del Sur. De baja estatura, cara chata y con un leve deje sureño que en un instante podía pasar de amable a amenazante, Graham era conocido como un ferviente halcón en materia de seguridad nacional (miembro, junto con McCain y Lieberman, de los llamados «Three Amigos», que habían sido los máximos impulsores de la guerra de Irak). Graham era inteligente, seductor, sarcástico, carente de escrúpulos, hábil en su relación con los medios, y gracias en parte a la genuina adoración que sentía por McCain, ocasionalmente estaba dispuesto a alejarse de la ortodoxia conservadora, en especial al apoyar la reforma migratoria. Tras haber resultado reelegido para otro periodo de seis años, Graham estaba en condiciones de asumir algún riesgo, y aunque en el pasado nunca había mostrado mucho interés por el cambio climático, parecía atraído por la posibilidad de cubrir el hueco que McCain había dejado y propiciar un importante acuerdo bipartidista. A principios de octubre, se ofreció a contribuir a convencer al puñado de republicanos que necesitábamos para que el Senado aprobase la legislación sobre el clima, pero solo si Lieberman ayudaba a dirigir el proceso y Kerry podía convencer a los ecologistas para que ofreciesen concesiones o subsidios a la industria de la energía nuclear, así como la apertura de más zonas de costa estadounidense a la exploración en busca de petróleo en alta mar.

Tener que depender de Graham no me hacía ninguna gracia. Lo conocía de mi época en el Senado como alguien a quien le gustaba interpretar el papel del conservador serio y sofisticado, que desarmaba a los demócratas y a los periodistas con opiniones tajantes sobre los puntos ciegos de su partido, y ensalzaba la necesidad de que los políticos se liberasen de sus camisas de fuerza ideológicas. Sin embargo, la mayoría de las veces, cuando llegaba el momento de emitir un voto o de adoptar una postura que podría tener un coste político para él, Graham encontraba algún motivo para evitarlo. («¿Sabes cuando al principio de una peli de espías o de atracos te presentan a los integrantes del equipo? —le dije a Rahm—. Pues Lindsey es el tipo que traiciona a todos los demás para salvar el pescuezo.») Pero, siendo realistas, nuestras opciones eran limitadas («A menos que Lincoln y Teddy Roosevelt entren por esa puerta, colega —respondió Rahm—, Graham es todo lo que hay»), y conscientes de que cualquier vinculación estrecha con la Casa Blanca podría espantarlo, decidimos dar a Graham y a los demás proponentes amplio margen para redactar su versión del proyecto de ley, imaginando que más adelante en el proceso podríamos arreglar cualquier disposición problemática.

Entretanto, nos preparábamos para lo que se avecinaba en Copenhague. Con la expiración del Protocolo de Kioto prevista para 2012, desde hacía ya un año se venían desarrollando negociaciones auspiciadas por la ONU para un tratado que le diese continuidad, con el objetivo de alcanzar un acuerdo a tiempo para la cumbre de diciembre. Sin embargo, nosotros no nos inclinábamos por firmar un nuevo tratado que se inspirase en exceso en el original. Mis asesores y yo teníamos dudas sobre el diseño regulatorio del Protocolo de Kioto; en particular, sobre el uso de un concepto conocido como «responsabilidades comunes pero diferenciadas», que hacía recaer la carga de recortar las emisiones de gases de efecto invernadero casi en exclusiva sobre las economías avanzadas y que hacían un uso intensivo de energía, como las de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. En términos de justicia, pedir a los países ricos que hiciesen más que los pobres contra el cambio climático tenía todo el sentido: no solo la acumulación existente de gases de efecto invernadero era en gran medida el resultado de cien años de industrialización en Occidente, sino que la huella de carbono per cápita de los países ricos era mucho mayor que otros. Además, era poco lo que se podía esperar de países como Mali, Haití o Camboya —lugares donde muchísima gente seguía sin tener siquiera el acceso más básico a la electricidad— a la hora de reducir sus ya ínfimas emisiones (y con ello posiblemente ralentizar su crecimiento a corto plazo). A fin de cuentas, estadounidenses y europeos podían lograr efectos mucho más sustanciales con solo subir o bajar unos grados sus termostatos.

El problema era que el Protocolo de Kioto había interpretado que «responsabilidades diferenciadas» significaba que potencias emergentes como China, India y Brasil no tenían ninguna obligación vinculante de reducir sus emisiones. Esto quizá fuese razonable cuando se redactó el protocolo, doce años atrás, antes de que la globalización transformase por completo la economía mundial. Pero en medio de una brutal recesión, y con los estadounidenses ya furiosos por la continua marcha de puestos de trabajo a otros países, un tratado que impusiese restricciones medioambientales a las fábricas domésticas sin pedir una actuación análoga a las que operaban en Shangai o Bangalore no iba a ser aceptable. De hecho, en 2005 China había superado a Estados Unidos en emisiones anuales de dióxido de carbono, y las cifras de India también estaban aumentando. Y aunque seguía siendo cierto que el ciudadano medio chino o indio consumía una pequeña parte de la energía que utilizaba el estadounidense medio, los expertos preveían que la huella de carbono de esos dos países se multiplicaría por dos en las próximas décadas, a medida que una proporción cada vez mayor de sus más de dos mil millones de habitantes aspirase a las mismas comodidades modernas de las que disfrutaban quienes vivían en los países ricos. Si eso llegaba a suceder, el planeta iba a estar sumergido bajo las aguas con independencia de lo que hiciesen todos los demás países; un argumento que los republicanos (al menos, los que no rechazaban por completo la ciencia climática) solían emplear como excusa para que Estados Unidos no hiciese absolutamente nada.

Necesitábamos una nueva estrategia. Gracias al inestimable asesoramiento de Hillary Clinton y Todd Stern, enviado especial para el cambio climático del Departamento de Estado, mi equipo preparó una propuesta para un acuerdo provisional de menor calado, basada en tres compromisos compartidos. En primer lugar, el acuerdo exigiría que todos los países —incluidas potencias emergentes como China e India— presentasen un plan propio para reducción de gases de efecto invernadero. El plan de cada país podría diferir en función de su riqueza, perfil energético y estadio de desarrollo, y se revisaría a intervalos periódicos a medida que aumentasen las capacidades económicas y tecnológicas de dicho país. En segundo lugar, aunque estos planes no serían de obligado cumpli­miento bajo el derecho internacional como sí lo son las obligaciones de los tratados, cada país aceptaría la adopción de medidas que permitiesen a las demás partes firmantes verificar de forma independiente que estaba cumpliendo con las reducciones que se había autoimpuesto. En tercer lugar, los países ricos proporcionarían a los pobres miles de millones de dólares en ayudas para mitigar y adaptarse al cambio climático, siempre que estos últimos cumpliesen sus compromisos (mucho más modestos).

Si se diseñaba correctamente, esta nueva estrategia podría obligar a China y a otras potencias emergentes a empezar a poner la carne en el asador al mismo tiempo que mantenía el concepto de «responsabilidades comunes pero diferenciadas» del Protocolo de Kioto. Al establecer un sistema creíble para validar los esfuerzos de otros países para reducir las emisiones, también reforzaríamos nuestra posición ante el Congreso en cuanto a la necesidad de aprobar nuestra propia legislación doméstica sobre cambio climático (y esperábamos establecer los cimientos para un tratado más robusto en un futuro próximo). Pero Todd, un abogado enérgico y escrupuloso que había sido alto negociador de la Administración Clinton en Kioto, nos advirtió de que nuestra propuesta no se vería con muy buenos ojos en el ámbito internacional. Los países de la Unión Europea, todos los cuales habían ratificado Kioto y dado pasos para reducir sus emisiones, estaban muy interesados en alcanzar un acuerdo que incluyese compromisos de reducción por parte de Estados Unidos y China con garantías legales. En cuanto a China, India y Sudáfrica estaban satisfechas con el statu quo y se resistían con obstinación a cualquier cambio en el protocolo. Estaba previsto que asistiesen a la cumbre activistas y organizaciones ecologistas de todo el mundo. Muchos de ellos veían Copenhague como un momento de todo o nada y verían como un fracaso cualquier cosa que no fuese un tratado vinculante con nuevas y estrictas limitaciones.

Más en concreto, como mi fracaso.

«No es justo —dijo Carol—, pero creen que si te tomas en serio el cambio climático, deberías conseguir que el Congreso y otros países hiciesen todo lo que fuese necesario.»

No podía culpar a los ecologistas por poner el listón tan alto. La ciencia lo exigía. Pero también sabía que no tenía sentido hacer promesas que aún no podía cumplir. Necesitaría más tiempo y que la situación económica mejorase antes de poder convencer al público estadounidense para que apoyase un tratado climático ambicioso. También tendría que convencer a China para que colaborase con nosotros, y probablemente necesitaría una mayoría más holgada en el Senado. Si el mundo esperaba que Estados Unidos firmase un tratado vinculante en Copenhague, yo debía rebajar las expectativas, empezando por las del secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon.

Tras dos años de su mandato como el más prominente de los diplomáticos del mundo, Ban Ki-moon aún no había dejado mucha huella en el escenario global. En parte, esto se debía a la naturaleza de su trabajo: aunque el secretario general de la ONU dirige una organización con un presupuesto de miles de millones de dólares, una extensa burocracia y un montón de agencias internacionales, su poder está en gran medida condicionado, y depende de su capacidad para dirigir a ciento noventa y tres países hacia algo mínimamente parecido a una dirección común. El perfil relativamente bajo de Ban también era consecuencia de su estilo discreto y metódico: una visión nada creativa de la diplomacia que sin duda le había dado excelentes resultados durante sus treinta y siete años de carrera en el servicio exterior y el cuerpo diplomático de su Corea del Sur natal, pero que contrastaba de forma marcada con el refinado carisma de su predecesor en el cargo, Kofi Annan. No acudías a una reunión con Ban esperando oír historias fascinantes, comentarios ingeniosos o ideas deslumbrantes. No te preguntaba cómo estaba tu familia ni contaba detalles de su propia vida fuera del trabajo, sino que, tras un vigoroso apretón de manos y un repetido agradecimiento por reunirte con él, Ban se lanzaba de cabeza a una sucesión de temas a tratar y datos anecdóticos, expresados en un inglés fluido pero con fuerte acento y empleando la jerga seria y previsible de un comunicado de la ONU.

A pesar de su falta de chispa, acabé sintiendo afecto y respeto por él. Era honesto, directo y de un optimismo irreprimible, alguien que en varias ocasiones se plantó ante la presión de los estados miembros para defender las reformas que la ONU tanto necesitaba y que de manera instintiva sabía ponerse del lado correcto en cada asunto, aunque no siempre tuviese la capacidad de convencer a otros para que hicieran lo mismo. Ban era también persistente; en particular en la cuestión del cambio climático, que se había marcado como una de sus prioridades. La primera vez que nos reunimos en el despacho Oval, menos de dos meses después de que yo hubiese accedido al cargo, empezó a presionarme para que asistiese a la cumbre de Copenhague.

«Su presencia, señor presidente —me dijo—, enviará una potentísima señal sobre la urgente necesidad de la cooperación internacional en relación con el cambio climático. Potentísima.»

Le había explicado todo lo que teníamos pensado hacer en el ámbito interno para reducir las emisiones estadounidenses, así como las dificultades para que el Senado aprobase en el futuro próximo un tratado del estilo del de Kioto. Describí nuestra idea de un acuerdo provisional, y cómo estábamos formando un «grupo de grandes emisores», aparte de las negociaciones auspiciadas por la ONU, para ver si hallábamos puntos de encuentro con China sobre la cuestión. Mientras yo hablaba, Ban asentía con educación, y de vez en cuando tomaba alguna nota o se colocaba las gafas. Pero nada de lo que dije lo distrajo de su misión principal.

«Con su crucial implicación, señor presidente —dijo—, estoy convencido de que podemos hacer que estas negociaciones desemboquen en un acuerdo satisfactorio.»

Y así siguió durante meses. Daba igual cuántas veces insistiese en mi preocupación ante el cariz que estaban tomando las negociaciones auspiciadas por la ONU, daba igual lo tajante que fuese sobre la posición estadounidense sobre un tratado vinculante al estilo del Protocolo de Kioto, Ban siempre recalcaba la necesidad de que estuviese presente en diciembre en Copenhague. Sacó la cuestión a colación en las reuniones del G20. Lo hizo también en los encuentros del G8. Finalmente, en la sesión plenaria de la Asamblea General de la ONU, en septiembre en Nueva York, di mi brazo a torcer y prometí al secretario general que haría todo lo posible por acudir, siempre que pareciese probable que de la cumbre saliese un acuerdo que yo pudiese aceptar. Después, me volví hacia Susan Rice y le dije que me sentía como una adolescente a quien han estado presionando para que vaya al baile de graduación con el empollón que es demasiado bueno como para decirle que no.

Cuando llegó diciembre y se inauguró la conferencia de Copenhague, parecía como si mis peores temores se estuvieran haciendo realidad. En el ámbito interno, aún estábamos esperando a que el Senado pusiese fecha a la votación sobre la legislación de topes e intercambios de emisiones, mientras que en Europa la negociación del tratado había llegado a un primer punto muerto. Habíamos enviado a Hillary y a Todd como avanzadilla para que intentasen recabar apoyos para nuestra propuesta de acuerdo provisional y, por teléfono, describían un escenario caótico, en el que los chinos y los líderes de otros países del BRIC se habían plantado en su posición, los europeos estaban frustrados tanto con nosotros como con los chinos, los países más pobres clamaban por una mayor ayuda económica, los organizadores de la conferencia daneses y de la ONU se sentían desbordados y los grupos ecologistas allí presentes se desesperaban ante lo que cada vez parecía más un absoluto desastre. Dado el intenso aroma a inminente fracaso, por no hablar de que yo seguía atareado intentando que el Congreso aprobase legislación crucial antes de la pausa navideña, Rahm y Axe se preguntaban si debía siquiera hacer el viaje.

A pesar de mis reparos, decidí que incluso una mínima posibilidad de arrastrar a otros líderes a un acuerdo internacional se imponía sobre la repercusión de un probable fracaso. Para hacer que el viaje fuese más llevadero, Alyssa Mastromonaco preparó un calendario minimalista según el cual viajaría a Copenhague tras una jornada completa en el despacho Oval y pasaría unas diez horas en Dinamarca —el tiempo justo para pronunciar un discurso y mantener unas pocas reuniones bilaterales con jefes de Estado— antes de dar media vuelta y volver a casa. Aun así, puede decirse que no rebosaba entusiasmo cuando embarqué en el Air Force One para cruzar el Atlántico de noche. Me acomodé en uno de los mullidos sillones de cuero de la sala de conferencias del avión y pedí un buen vaso de vodka, con la esperanza de que me ayudase a dormir unas pocas horas, mientras veía a Marvin toquetear los controles de la gran pantalla de televisión en busca de un partido de baloncesto.

«¿Alguien se ha parado a pensar —pregunté— la cantidad de dióxido de carbono que estoy soltando en la atmósfera a consecuencia de estos viajes a Europa? Estoy bastante seguro de que, entre los aviones, los helicópteros y las comitivas, tengo la mayor huella de carbono de cualquier persona en todo el maldito planeta.»

«Mmm... probablemente sea así.» Encontró el partido que buscábamos, subió el volumen y añadió: «Quizá sea preferible que no lo menciones mañana en tu discurso».

Cuando llegamos a Copenhague, la mañana era oscura y gélida, y las carreteras que llevaban hacia la ciudad estaban envueltas en neblina. El lugar donde se celebraba la conferencia parecía un centro comercial reconvertido. Nos vimos deambulando por un laberinto de ascensores y pasillos (en uno de los cuales, por algún motivo incomprensible, había toda una fila de maniquíes) hasta reunirnos con Hillary y Todd para que nos pusiesen al tanto de la situación. Como parte de la propuesta de acuerdo provisional, había autorizado a Hillary a comprometerse a que Estados Unidos redujese sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 17 por ciento para 2020, y que destinaría diez mil millones de dólares al Fondo Verde del Clima, del total de cien mil millones que aportaría la comunidad internacional, para ayudar a los países pobres en sus esfuerzos de mitigación y adaptación al cambio climático. Según Hillary, los delegados de una serie de países habían mostrado interés en nuestra alternativa, pero, de momento, los europeos seguían optando por un tratado plenamente vinculante, mientras que China, India y Sudáfrica parecía que se contentaban con dejar que la conferencia acabase en fracaso y culpar de ello a los estadounidenses.

«Si puedes convencer a los europeos y a los chinos de que respalden un acuerdo provisional —dijo Hillary—, entonces es posible, incluso probable, que el resto del mundo haga lo propio.»

Teniendo clara cuál era mi misión, hicimos una visita de cortesía al primer ministro danés, Lars Løkke Rasmussen, que presidía las últimas sesiones de negociación. Como todos los países nórdicos, Dinamarca destacaba en relaciones exteriores, y el propio Rasmussen encarnaba muchas de las cualidades que yo asociaba con los daneses: era prudente, pragmático y humanitario, y estaba bien informado. Pero la tarea que se le había encomendado —intentar un consenso global en torno a una cuestión complicada y controvertida que enfrentaba a las principales potencias mundiales— habría sido difícil de cumplir para cualquiera. Para el líder de cuarenta y cinco años de un pequeño país, que apenas llevaba ocho meses en el cargo, había resultado ser manifiestamente imposible. La prensa se había dado un festín con las historias sobre cómo Rasmussen había perdido el control de la conferencia, con los delegados rechazando una y otra vez sus propuestas, cuestionando sus decisiones y desafiando su autoridad, como adolescentes rebeldes con un profesor sustituto. Cuando nos reunimos, el pobre hombre parecía conmocionado; el agotamiento había hecho mella en sus claros ojos azules, y tenía el pelo rubio apelmazado, como si acabase de salir de una pelea de lucha libre. Escuchó con atención mientras le explicaba nuestra estrategia, y me hizo varias preguntas técnicas sobre cómo funcionaría un acuerdo provisional. Pero, más que nada, parecía aliviado cuando comprobó mi disposición a intentar salvar el acuerdo.

De ahí, pasamos a un enorme auditorio improvisado, donde expuse ante el plenario los tres componentes del acuerdo provisional que proponíamos, así como la alternativa: inacción y acritud mientras el planeta ardía lentamente. El público estaba apagado pero era respetuoso, y Ban vino a felicitarme cuando terminé: tomó mi mano entre las suyas y se comportó como si le resultase completamente normal esperar que yo intentase salvar las negociaciones bloqueadas y que improvisase la manera de llegar a un acuerdo de última hora con los demás líderes mundiales.

El resto del día fue distinto de cualquier otra cumbre a la que asistí como presidente. Aparte de la confusión de la sesión plenaria, tuvimos una serie de encuentros más reducidos, y para ir de uno a otro recorrimos pasillos abarrotados de personas que estiraban el cuello y tomaban fotos. Aparte de mí, el actor más importante presente allí ese día era el primer ministro chino Wen Jiabao. Había acudido acompañado de una delegación gigantesca. Su equipo se había mostrado hasta entonces inflexible y categórico en las reuniones, y había negado que China fuese a aceptar cualquier forma de supervisión internacional de sus emisiones, seguro de que, gracias a su alianza con Brasil, India y Sudáfrica, contaba con los votos suficientes para bloquear cualquier acuerdo. En mi encuentro bilateral cara a cara con Wen, rechacé sus argumentos y le advertí que, aunque China entendiese que evitar cualquier obligación de transparencia era una victoria a corto plazo, acabaría siendo un desastre a largo plazo para el planeta. Acordamos seguir hablando a lo largo del día.

Era un avance, aunque mínimo. La tarde se esfumó mientras proseguían las sesiones de negociación. Logramos arrancar de los países miembros de la Unión Europea y de varios otros delegados el apoyo a un borrador de acuerdo, pero cuando retomamos las sesiones con los chinos llegamos a un punto muerto, porque Wen declinó asistir y en su lugar envió a varios miembros de su delegación que eran, como era de esperar, inflexibles. A última hora del día me llevaron a otra sala, repleta de europeos descontentos.

Ahí estaban la mayoría de los líderes clave, entre ellos Angela Merkel, Nicolas Sarkozy y Gordon Brown, todos con la misma somnolienta mirada de frustración. Querían saber por qué, ahora que Bush ya no estaba y que mandaban los demócratas, Estados Unidos no podía ratificar un tratado del estilo del Protocolo de Kioto. En Europa, decían, hasta los partidos de extrema derecha aceptan la realidad del cambio climático. ¿Qué les pasa a los estadounidenses? Sabemos que los chinos son un problema, pero ¿por qué no esperar a un acuerdo futuro para obligarlos a ceder?

Durante lo que pareció una hora los dejé hablar, respondí a sus preguntas, simpaticé con sus inquietudes. Finalmente, la realidad de la situación se impuso en la sala, y fue Merkel quien se encargó de expresarla en voz alta.

—Creo que lo que Barack describe no es la opción que habríamos deseado —dijo con calma—, pero puede que sea nuestra única opción hoy. Así que... esperemos a ver lo que dicen los chinos y los demás, y luego decidamos. —Y, volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Vas a reunirte con ellos ahora?

—Sip.

—Buena suerte, entonces —añadió, mientras se encogía de hombros, ladeaba la cabeza, bajaba el labio inferior y elevaba ligeramente las cejas; el gesto de alguien con experiencia en acometer tareas desagradables pero necesarias.

Todo el empuje que pudiésemos haber sentido al salir de nuestro encuentro con los europeos se disipó enseguida en cuanto Hillary y yo volvimos a nuestra sala de reuniones. Marvin nos informó de que una terrible tormenta de nieve se estaba desplazando por la costa este, por lo que, para que llegásemos sanos y salvos a Washington, el Air Force One tenía que estar en el aire en dos horas y media.

Miré mi reloj.

—¿A qué hora es mi siguiente reunión con Wen?

—Ese es el otro problema, jefe —dijo Marvin—, no encontramos a Wen.

Me explicó que cuando nuestro equipo se había puesto en contacto con sus homólogos chinos, les habían dicho que Wen iba ya camino del aeropuerto. Circulaban rumores de que en realidad seguía en el edificio, en una reunión con los otros líderes que habían estado oponiéndose a que se supervisasen sus emisiones, pero no habíamos podido confirmarlo.

—Quieres decir que está evitándome.

—Tenemos a gente buscándolo.

Unos minutos más tarde, Marvin volvió para decirnos que habían visto a Wen y a los líderes de Brasil, India y Sudáfrica en una sala de conferencias varios pisos más arriba.

—Pues vamos allá —dije, y volviéndome hacia Hillary, pregunté—: ¿cuándo fue la última vez que te colaste en una fiesta?

Se rio.

—Hace tiempo ya —dijo, con aspecto de chica formal que ha decidido soltarse la melena.

Con una pandilla de ayudantes y de agentes del Servicio Secreto apresurándose tras nosotros, nos abrimos camino hasta el piso de arriba. Al final de un largo pasillo encontramos lo que andábamos buscando: una sala con paredes de cristal, con apenas espacio para una mesa de reuniones, alrededor de la cual estaban sentados los primeros ministros Wen y Singh junto a los presidentes Lula y Zuma, además de varios de sus ministros. El equipo de seguridad chino avanzó para interceptarnos, con las manos levantadas como si nos ordenasen detenernos, pero dudaron al darse cuenta de quiénes éramos. Con una sonrisa y una inclinación de cabeza, Hillary y yo atravesamos su posición y entramos en la sala, dejando tras de nosotros un ruidoso forcejeo entre los agentes de seguridad y el personal que nos seguía.

«¿Tienes un momento para mí, Wen?», dije en voz alta, mientras veía cómo el líder chino se quedaba boquiabierto por la sorpresa. A continuación, recorrí la mesa dándole la mano a cada uno de ellos. «¡Caballeros! Los he estado buscando por todas partes. ¿Qué tal si intentamos llegar a un acuerdo?»

Antes de que nadie pudiese negarse, tomé una silla vacía y me senté. Al otro lado de la mesa, Wen y Singh permanecieron impasibles, mientras que Lula y Zuma, avergonzados, bajaron la mirada hacia los papeles que tenían delante. Les expliqué que acababa de reunirme con los europeos y que estaban dispuestos a aceptar el acuerdo transitorio que proponíamos si el grupo presente respaldaba incluir alguna disposición que garantizase la creación de algún mecanismo que verificase de forma independiente que los países estaban cumpliendo sus compromisos de reducción de gases de efecto invernadero. Uno a uno, los otros líderes explicaron por qué nuestra propuesta era inaceptable: Kioto funcionaba perfectamente; Occidente era responsable del calentamiento global y ahora esperaba que los países más pobres ralentizasen su desarrollo para resolver el problema; nuestro plan infringiría el principio de «responsabilidades comunes pero diferenciadas»; el mecanismo de verificación que proponíamos violaría su soberanía nacional. Después de una media hora de toma y daca, me recosté en la silla y miré directamente al primer ministro Wen.

—Señor primer ministro, se nos acaba el tiempo —dije—, así que permítame que vaya al grano. Imagino que, antes de que yo entrase en esta sala, el plan era que todos ustedes se fuesen de aquí y anunciasen que Estados Unidos era responsable del fracaso a la hora de alcanzar un nuevo acuerdo. Creen que si se resisten durante un tiempo suficientemente largo, los europeos desistirán y firmarán otro tratado del estilo del de Kioto. Lo que ocurre es que yo les he explicado con toda claridad que no puedo hacer que nuestro Congreso ratifique el tratado que ustedes quieren. Y no hay ninguna garantía de que los votantes europeos, canadienses o japoneses vayan a estar dispuestos a seguir colocando a sus industrias en situación de desventaja competitiva y a seguir dando dinero para ayudar a los países pobres a lidiar con el cambio climático mientras los mayores emisores del planeta se desentienden de la situación.

»Por descontado, puede que me equivoque —proseguí—. Quizá puedan convencer a todo el mundo de que la culpa es nuestra. Pero eso no impedirá que el planeta siga calentándose. Y, recuerden, yo tengo mi propio megáfono, y es bastante potente. Si salgo de esta habitación sin un acuerdo, mi primera parada será el vestíbulo, donde toda la prensa internacional está esperando noticias. Y les contaré que estaba dispuesto a comprometerme a una gran reducción de nuestros gases de efecto invernadero y ofrecer a miles de millones adicionales en ayudas, y que cada uno de ustedes decidió que era mejor no hacer nada. Lo mismo les diré a todos los países pobres que se beneficiarían de ese dinero. Y a todas esas personas en sus propios países que, se espera, sean quienes más sufran debido al cambio climático. Y veremos a quién creen.

Una vez que los intérpretes terminaron de transmitir mi mensaje, el ministro chino de Medioambiente, un hombre fornido, de cara redonda y con gafas, se puso en pie y empezó a hablar en mandarín, elevando la voz y gesticulando en mi dirección, con el rostro enrojecido por la indignación. Así siguió un par de minutos, sin que el resto de los presentes tuviésemos muy claro qué pasaba, hasta que el primer ministro Wen levantó una mano fina y venosa y el ministro se sentó de forma abrupta. Reprimí las ganas de reír y miré a la joven china que hacía de intérprete para Wen.

—¿Qué ha dicho mi amigo? —pregunté. Antes de que pudiera responderme, Wen movió la cabeza y murmuró algo. La intérprete asintió y se volvió hacia mí.

—El primer ministro Wen dice que lo que el ministro de Medioambiente ha dicho no tiene importancia —explicó—. Y pregunta si tiene usted aquí el acuerdo que propone, para que todos puedan volver a revisar la redacción concreta.

Hizo falta otra media hora de tira y afloja, con los otros líderes y sus ministros mirando por encima de mi hombro y el de Hillary mientras yo subrayaba a bolígrafo algunas de las frases del arrugado documento que había llevado en el bolsillo, pero cuando salí de la sala el grupo había aceptado nuestra propuesta. Volví corriendo al piso de abajo, y dediqué otros treinta minutos a conseguir que los europeos aceptasen los ligeros cambios que los líderes de los países en desarrollo habían pedido. La nueva redacción se imprimió y se distribuyó a toda prisa. Hillary y Todd hablaron con los delegados de otros países clave para que contribuyeran a ampliar el consenso. Hice una breve declaración ante la prensa en la que anuncié el acuerdo transitorio, tras la cual reunimos a nuestra comitiva y salimos pitando hacia el aeropuerto.

Llegamos con diez minutos de margen respecto a nuestra hora límite para despegar.

En el vuelo de vuelta reinaba un animado alboroto mientras los miembros del equipo repasaban las aventuras del día para poner al tanto a quienes no habían estado presentes. Reggie, que llevaba conmigo el tiempo suficiente para que ya nada lo impresionase demasiado, exhibía una amplia sonrisa cuando asomó la cabeza en mi camarote, donde yo estaba leyendo una pila de informes.

«Jefe, tengo que decir que lo que ha hecho ha sido muy macarra.»

La verdad es que me sentía muy bien. En el mayor escenario posible, en una cuestión importante y contrarreloj, me había sacado un conejo de la chistera. Es verdad que la prensa recibió el acuerdo transitorio con división de opiniones, pero habida cuenta del caos de la conferencia y de la obstinación de los chinos, yo seguía viéndolo como una victoria, un paso intermedio que nos ayudaría a que el Senado aprobase nuestro proyecto de ley sobre cambio climático. Pero lo más importante era que habíamos logrado que China e India aceptasen —con todas las reticencias y reparos que se quieran— la idea de que todos los países, no solo los occidentales, tenían la responsabilidad de contribuir a detener el cambio climático. Siete años después, ese principio básico resultaría fundamental para alcanzar el revolucionario Acuerdo de París.

Aun así, mientras miraba por la ventana desde mi escritorio y veía cómo la oscuridad se quebraba cada pocos segundos por el destello de la luz en la punta del ala derecha del avión, me asaltaron pensamientos que me hicieron bajar rápidamente a tierra. Repasé todo lo que habíamos tenido que hacer para conseguir ese acuerdo: las incontables horas de trabajo de un equipo dotado y entregado; las negociaciones entre bastidores y el cobro de favores; las promesas de ayuda; y, al final, esa intervención en el último minuto, basada tanto en mi bravuconería improvisada como en un conjunto de argumentos racionales. Todo eso para un acuerdo transitorio que, incluso si funcionaba exactamente como estaba previsto, sería en el mejor de los casos un paso preliminar e intermedio hacia la resolución de una posible tragedia planetaria, un cubo de agua contra un incendio desatado. Me di cuenta de que, a pesar de todo el poder asociado al cargo que ocupaba, siempre habría un abismo entre lo que sabía que había que hacer para lograr un mundo mejor y lo que en un día, semana o año me veía capaz de lograr en la práctica.

Cuando aterrizamos, la tormenta prevista ya había llegado a Washington, y las nubes bajas dejaban caer una mezcla constante de nieve y lluvia gélida. En ciudades del norte como Chicago, ya habrían salido las máquinas quitanieves a retirar la nieve de las calzadas y esparcir sal, pero hasta un asomo de nieve solía paralizar la zona de Washington, claramente mal equipada, se cerraban las escuelas y se producían embotellamientos de tráfico. El mal tiempo nos impidió volar en el Marine One, y la comitiva tardó más tiempo del habitual en recorrer las calles heladas hasta llegar a la Casa Blanca.

Era ya tarde cuando entré en la residencia. Michelle estaba en la cama, leyendo. Le conté cómo había ido mi viaje y le pregunté por las niñas.

—Están muy ilusionadas con la nieve —me contestó—, aunque yo no tanto. —Me miró con una sonrisita comprensiva—. Seguro que Malia te preguntará en el desayuno si salvaste a los tigres.

Asentí mientras me aflojaba la corbata.

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