"Carol": nuestra crítica de la película
"Carol": nuestra crítica de la película
Sebastián Pimentel

Therese sube a un automóvil. Abandona el restaurante elegante con cierta prisa. Desde el asiento de atrás, su mirada se pierde en las imágenes difusas que transparenta el vidrio. Afuera, en la noche, los niños juegan. Una pareja ríe, cruzando la acera. Therese luce una mirada perdida, pese a que los ve. Luego nos percatamos de que el vidrio de la ventana del carro es algo más para Therese. La pared transparente que deforma las imágenes de la realidad exterior es también la barrera que la separa de la vida. De la vida de los demás. Entonces, debe haber otra vida, debe haber una vida para Therese…

Esta descripción trata de transmitir con palabras –aunque infructuosamente– una experiencia de otro orden. Uno cinematográfico. Ese que existe entre el espacio y el tiempo. Lo que sí puede hacer es indicar uno de los conflictos centrales que plantea la película de Todd Haynes: el de la posibilidad de vivir en un mundo que nos rechaza, en una sociedad intolerante.

En “Carol”, la posibilidad de vivir tiene que ver, por supuesto, con la de amar. Por ello, el cineasta de “Lejos del cielo” (2002) debía sortear todos los estereotipos románticos que pueblan no solo el cine, sino el arte en general. Para eso Rooney Mara –o sea la Therese de mirada ausente– es el punto de partida. Chica de clase media neoyorkina. Sus días en los años cincuenta son rutinarios, y flotan en medio de las campañas de ventas del ‘mall’ en el que se encuentra reclutada. También tiene un novio, más por costumbre que por verdadero interés.

El punto de llegada es Carol, quien da nombre al filme. Y es Cate Blanchett, ahora una mujer adulta y bella, sofisticada sin ser altiva. Y, sobre todo, embargada por una tristeza tan seductora como indefinible. Haynes sabe que el rostro puede ser el más bello espectáculo que puede captar una cámara. Bello por enigmático y turbador. Y esa es otra materia del filme: la turbación. En este caso, la de Therese respecto a Carol, y viceversa. Por un lado, la mujer experimentada. Por el otro, una joven sin ambiciones que está descubriéndose, porque, como ella dice en un momento: “No sé quién soy ni qué quiero hacer”.

Cuando recuerdo “Lejos del cielo” pienso en un melodrama exultante que también planteaba la crisis de identidad, así como la negación de un romance interracial, confrontado a los cánones de la inflexible sociedad norteamericana de mediados del siglo XX. Sin embargo, “Carol” es un paso adelante. En “Lejos del cielo” aún se percibía una pugna entre el virtuosismo formal, que tenía como modelo al cine de Douglas Sirk –donde palpitaban amores trágicos, aunque ajenos aún al tema homosexual–. Con “Carol” vemos, en cambio, que se han profundizado estos afectos y desconciertos gracias a un estilo menos deudor de otros.

Haynes se revela como un cineasta menos barroco y más despojado. Ahora más próximo a Dreyer o a Bresson, que a Sirk o a Nick Ray. Sus encuadres buscan la nimiedad de lo cotidiano, buscan huir de la violencia compositiva o cromática para ganar una especie de concentración en el proceso interior, en ese tiempo interno que genera la narración y que no deja de confrontarse con otro tiempo, el de las exigencias sociales.

En ese sentido, cobra importancia la otra vida de Carol, la que impone la realidad, entre su pequeña hija y su marido adinerado. Lo interesante es que este buen señor de sociedad no aparece, tampoco, caricaturizado. Pero es parte de ese orden, siempre cruel, que rodea el reducto íntimo que vincula a las dos mujeres protagonistas. Reducto frágil, resbaladizo, que las acoge con esa mezcla de distancia y cercanía que Haynes ha sabido establecer.

Película sobre mundos paralelos y confrontados, sobre esperanzas, paradojas y renuncias, pero también sobre angustias que se plasman en imágenes a veces intolerables, “Carol” habla de una salud a veces no tan conocida del cine estadounidense. James Gray, P. T. Anderson, Tarantino y ahora Todd Haynes no hacen más que confirmarla.

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