Su rol colaboracionista con el senador McCarthy convirtió a DeMille en un apestado entre sus colegas.
Su rol colaboracionista con el senador McCarthy convirtió a DeMille en un apestado entre sus colegas.
Enrique Planas

Dos nombres forman la base de aquel naciente: David W. Griffith y Cecil B. DeMille. Griffith entró en la profesión en 1908, DeMille en 1913. Griffith acuñó los elementos del lenguaje visual y estableció la primera gramática del cine, mientras que DeMille convirtió el cine en un espectáculo de importancia económica y social. Griffith, quien vivió hasta 1945, había desaparecido para el cine años antes, con el advenimiento de un cine sonoro que no supo comprender. DeMille, en cambio, supo adaptarse y mantener la misma ambición.

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Eran tiempos en que casi todo estaba por hacer. DeMille fue el primero en romper con las rutinas teatrales que los cineastas repetían por rutina. Si en "Carmen" (1915) sustituyó los viejos decorados de tela pintada por una escenografía realista, en "La marca del fuego", filmada el mismo año, definió cada situación con el valor de la luz adecuada. En cuanto a la interpretación, DeMille obligó a sus actores a abandonar toda declamación y exceso gesticulante, para centrarse en el poder expresivo de los ojos, el movimiento de las cejas o el ademán apenas insinuado.

Sin embargo, no es por estas innovaciones que el cineasta nacido en Massachusetts en 1881 es recordado hasta hoy. En efecto, su legado palidece si se compara con las revoluciones formales de Griffith, la profundidad psicológica de Erich von Stroheim, la malicia de Ernst Lubitsch o la capacidad de matices de Charles Chaplin.

EL SANTO LEGADO
Su cine ha envejecido mal, aunque aún resulta irresistible para los programadores televisivos en Semana Santa. En efecto, a pesar de haberse iniciado en películas de indios y vaqueros, y comedias pícaras y melodramas, DeMille será recordado por su apasionada entrega al género bíblico. Suyos son los filmes "El Rey de Reyes" (1927) sobre la vida de Jesús de Nazareth, "Sansón y Dalila" (1949), y sus dos versiones de "Los diez mandamientos" (1923 y 1956). Su fórmula resultaba siempre taquillera: mostrar los pecados humanos que tanto despiertan nuestro morbo y hacer pagar a los pecadores con terribles castigos al final de la película.

Steven Spielberg describió al desmedido cineasta como "un comandante en un campo de batalla". En efecto, DeMille era capaz de rodar peligrosas secuencias de acción a sabiendas de los riesgos que corrían los extras, sin avisarles para dotar de mayor realismo al filme. Por décadas, el rey de la taquilla fue el primer director que podía competir en salario con sus estrellas. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, sus posiciones ultraderechistas y su entusiasta colaboración con el Consejo de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy lo convirtieron en un apestado entre sus colegas.

Eso explica que, aunque haya sido el cineasta más comercial de todos los tiempos, su biografía permanezca hasta hoy en los márgenes de las páginas de la historia del cine. El hombre que filmó los mayores milagros cometió un pecado que, como al Moisés de sus filmes, le impidió entrar a la tierra prometida: dedicó más atención al espectáculo que a comprender el alma de sus personajes.

FILMOGRAFÍA ESENCIAL
"Sansón y Dalila" (1949)
Ejemplo de grandilocuencia visual y sobredosis de extras para un relato épico. Escenas de acción cuidadosamente coreografiadas, escenarios a gran escala y profusa utilización de efectos visuales.

"El mayor espectáculo del mundo" (1952)
Trapecistas, payasos, fieras exóticas. El circo le sirve al director para contar historias de amor, humor y amistad. El reparto incluye a Charlton Heston, Betty Hutton y James Stewart.

"Los diez mandamientos" (1956)
La escena se rodó hace más de 60 años, pero el momento en el que Moisés separa las aguas en tecnicolor del Mar Rojo sigue siendo uno de los más impactantes del cine.

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