Viene de familia: la mamá de Gianfranco, Élide Brero, es una respetada actriz. Él obtuvo el premio al Mejor Actor en el Festival de San Sebastián por “Tinta roja” ( 2000 ). (Foto: Jessica Vicente)
Viene de familia: la mamá de Gianfranco, Élide Brero, es una respetada actriz. Él obtuvo el premio al Mejor Actor en el Festival de San Sebastián por “Tinta roja” ( 2000 ). (Foto: Jessica Vicente)

La actuación es capaz de abrir la caja de Pandora que cobija cada ser humano, ese misterio inagotable. Depende del actor.

En la película “Bajo la piel” (1996), Gianfranco Brero encarnó a un profesor que es contactado por un policía obsesionado con descifrar una serie de asesinatos que fueron cometidos mediante técnicas inspiradas en la cultura Moche. Y en “Tinta roja” (2000), Brero fue Saúl Faúndez, un cascarrabias que no cree en nada y viejo zorro del periodismo amarillista y escabroso. Por este papel fue distinguido con el premio al Mejor Actor en el Festival de San Sebastián.

También hay autocrítica. Por ejemplo, Brero cree que cometió un error de aproximación hacia su personaje en “Bala perdida” (2001), cinta en la que interpretó a un padre prepotente y aficionado a travestirse.

Por su talentosa búsqueda actoral, Brero (64 años) será homenajeado por el Festival de Cine de Lima que empezará el 4 de agosto.

— ¿La actuación qué es? ¿Un trabajo, una terapia, un exorcismo?
Es todo eso que dices. Es diversión, búsqueda, introspección. Por la generación de la que yo provengo, la actuación estaba más asociada a una vocación o a un apostolado que a un trabajo propiamente dicho. Después la actuación comenzó a convertirse en una cosa relativamente rentable. Yo no vivo de la actuación y no la pienso como un trabajo. Cuando me ofrecen un personaje, lo miro y digo: “Ok, vamos a divertirnos”. Ese es el factor fundamental.

— Supongo que no lo dicen abiertamente, pero a muchos actores los moviliza el ego.
A todos los actores nos moviliza el ego.

— ¿Cómo te funciona esto?
El ego es un punto de partida. Pero lo interesante es que, como hay un ego fuerte –a uno le gusta que le digan: “Qué buena actuación, qué bacán”–, ese ego comienza a explorar otros territorios. Así, el que aparece en el escenario no eres tú; es otro. Es una forma de desprendimiento: le estás dando tu cuerpo y tu voz a alguien que está en la mente de otra persona. Un actor sin una dosis mínima de vanidad difícilmente funciona.

— ¿En qué puede desembocar el ego si uno no lo sabe controlar?
Cuando te comienzas a sentir importante, te fregaste. El actor es un peón. Y más en el cine. El trabajo del actor está en manos del director, del editor, etc. Ellos pueden cambiarlo todo, acortarte las patas o sacarte un ojo. El actor es una materia prima o arcilla para hacer una película.

Tantas veces Brero. (Foto: Richard Hirano)
Tantas veces Brero. (Foto: Richard Hirano)

— En el abanico de posibilidades de la actuación, ¿hay puntos de contacto con tu interés en el budismo y la meditación?
El budismo y la introspección atraviesan todo. Si quieres mirar la actuación desde el lado del budismo, bacán, y si le quitas el nombre de budismo va a funcionar igual. Lo que eso me lleva es a mirar de otra manera. Esto no me hace mejor o peor. Es sencillamente otro tipo de aproximación. Otros llegan a ella de manera intuitiva.

— Si el teatro es tu primer amor, ¿el cine qué es?
Es mi amante [ríe]. Lo que te da el teatro no te lo da el cine, y lo que te da el cine no te lo da el teatro. El teatro es un espacio genial de representación y creación en vivo, con el público presente. En el cine, esa verdad se vuelve más chiquita: está tu personaje y la cámara se convierte en un intruso que se pone a hurgarte y a mirarte en los sitios en los que no debería hurgar. El cine tiene que ser perfecto: lo que se filma, queda. El teatro también aspira a ello, pero es perfectible función tras función.

— ¿Qué momentos de tu carrera elegirías como los más memorables?
Sobre esto, primero quiero decir que cada vez que he tenido que enfrentar a un personaje, hay un gran miedo.

— ¿Un miedo sincero?
Total. Es enfrentarte a una cosa completamente nueva. ¿Quién es este personaje, por dónde va, cómo funciona, piensa y se mueve? Eso en el teatro es una cosa muy fuerte, y en el cine es peor, porque te expones a una cámara que te lee hasta el pensamiento. En el caso de “Tinta roja”, tenía 47 años, una edad todavía chiquilla para un personaje como Saúl Faúndez. Yo no lo iba a tomar, pero el actor español que lo iba a interpretar falló y dijo que no. Entonces el director, Francisco Lombardi, empezó a buscar a alguien que tuviera sus características: que fuera mayor y que presentara ese universo que planteaba un personaje que no tenía nada que ver conmigo. Hasta que me pidió que asumiera el desafío. Cuando encontré por dónde iba el personaje, este fluyó solo. Yo ya no pensaba qué tenía que hacer. Esos son los momentos memorables: cuando logras entender al personaje y meterte en él.

— Y de los momentos adversos o frustrantes, ¿en cuáles has aprendido más?
Tengo un caso interesante que es el de la película “Bala perdida”.

— Circula la versión según la cual odias a tu personaje que es un padre prepotente y que goza con travestirse.
Vamos a dejarlo claro: no es que odie al personaje. Este cuenta con características muy particulares. Es la visión que tiene el hijo (Rodrigo Sánchez Patiño) de este papá. Sobre su travestismo, cuando vi la película me dije: “Me equivoqué”. Yo intenté hacer un travesti, cuando debí haber intentado interpretar a una mujer. Eso fue un error. Y también fue una lección importantísima.

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