Redacción EC

RODRIGO BEDOYA FORNO

Constantino Zegarra no es un juez más. Él no apoya la corrupción y la mediocridad que imperan. Él no acepta coimas y mete presa a la gente que cree necesario. Pero, de pronto, todo empieza a fallar: es degradado a un juzgado menor sin que nadie le dé una explicación y, para colmo de males, recibe un disparo en la garganta que lo deja mudo. Constantino Zegarra quiere hacer las cosas bien. Pero todo le sale mal.

Tal es la premisa de la nueva cinta de Daniel y , que marca, sin duda, la confirmación de un talento que ya se notaba en “Octubre”. Y aquí la apuesta es más redonda: si en la cinta con se notaba, más allá de sus enormes aciertos, un cierto cálculo en su puesta en escena, aquí todo se siente mucho más fluido con un humor negro corrosivo y sin concesiones.

Porque ese mundo de la burocracia y de las diligencias que nos muestran los cineastas con esos personajes que dicen las cosas siempre a medias, como queriendo ocultar algo, está filmado con fluidez, como si esa manera oscura de funcionar fuera la regla. Cada vez que Constantino pide una explicación sobre por qué lo están degradando a Mala, recibe un silencio, una sonrisa incómoda o un “después hablamos” como respuesta. Y el estilo de los Vega, con sus planos fijos y sus actuaciones depuradas, como si no hubiera llanto o grito que valga, nos van creando la sensación de que esa forma de actuar es la regla, lo normal, lo cotidiano.

Y esa normalidad también comienza a actuar cuando el personaje principal (enorme Fernando Bacilio) quiere encontrar a quien le disparó, metiéndose justamente en la cochinada que siempre buscó evitar. Ese descenso a los infiernos es mostrado por los realizadores como si fuera la cosa más común, como si no hubiera escapatoria: a Constantino se lo come una maquinaria (¿el Poder Judicial?, ¿acaso el Perú?) que contamina todo lo que toca y contra la que  no se puede pelear. Y eso es retratado con punzante frialdad por los realizadores, como si el personaje estuviera condenado de antemano.

En un ambiente de entusiasmo por lo que somos como país, “El mudo” es una película necesaria: Daniel y Diego Vega ponen el dedo en la llaga y señalan lo que está sucio, contaminado, corrupto. Y lo hacen con ese estilo que nos hace ver que, quizá, esa contaminación  sea la regla, que vivimos alrededor de ella sin darnos cuenta. Hay mucha ironía en la propuesta, pero también un dolor que hinca, que punza, que inquieta. Si “¡Asu mare!” es justamente la historia del hombre que salió adelante contra todo, “El mudo” nos muestra ese mundo corrupto que hunde a más de uno.

Los Vega, además, le han dado al cine peruano un actor como Fernando Bacilio, notable en su rol de Constantino Zegarra: su parquedad y contención para interpretar el personaje son el alma de la película. En su rostro siempre serio está el grito de aquel que busca rebelarse, pero que no puede sino aceptar esa maquinaria infernal que lo engulle. Su rostro es el alma de “El mudo”.

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