Después de aplacadas las rebeliones de Túpac Amaru y de su primo Diego Cristóbal, entre abril de 1781 y julio de 1783, y ajusticiados con inhumana crueldad sus principales líderes, casi ningún familiar —hombre, mujer o niño— del cacique rebelde sobrevivió para contarlo. Casi ninguno, excepto Juan Bautista Túpac Amaru. Su historia es una agonía de 40 años, que se inició cuando fue arrancado de su Tungasuca natal, en 1783, y fue llevado por las autoridades españolas hasta Cádiz y de ahí a una prisión en Ceuta, en África. Tenía 37 años y su único delito era haber sido el hermano menor del líder de la gran rebelión. Nunca se probó que Juan Bautista hubiera participado en ella, pero era un Túpac Amaru.
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Su historia ha quedado registrada en un diario que escribió, al final de sus días, cuando fue liberado y devuelto a América en 1822. Tenía casi 80 años, pero todavía fuerzas para pedir a las autoridades criollas de las Provincias Unidas del Río de la Plata una residencia y una pensión, mientras añoraba volver al Perú y respirar los aires cusqueños. Así nació el texto titulado “El dilatado cautiverio de Juan Bautista Túpac Amaru” que todavía asombra por su relato agitado de hechos extremadamente crueles, ocurridos durante el último tercio de siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX. Sin fecha exacta de publicación, apareció probablemente entre los años 1822 y 1825, en la imprenta de los Espósitos (sic), en Buenos Aires. Y ahora, con ocasión del bicentenario, este relato imprescindible es recuperado, con un exhaustivo estudio preliminar del escritor e investigador Juan Manuel Chávez, en un libro —”Juan Bautista Túpac Amaru. El dilatado cautiverio”— publicado bajo el sello de la editorial Arsam.
Sospechoso de todo
Juan Bautista era nueve años menor que José Gabriel. Eran hijos de Miguel Condorcanqui, pero de madres distintas. A la muerte del padre, Juan Bautista creció bajo el cuidado de su madre, la criolla Ventura Monjarrás. Como explica Juan Manuel Chávez, a diferencia, de su hermano mayor, quien “fue escalando en una posición privilegiada desde su educación con los jesuitas y el dominio del latín, además del español y el quechua, Juan Bautista fue sencillamente un peón”, alguien que, con el tiempo, se integró al grupo que seguía a los rebeldes.
Después de la captura y muerte de Túpac Amaru, Micaela Bastidas y su hijo mayor Hipólito, en la plaza del Cusco, el 18 de mayo de 1781, se inició una feroz persecución contra sus familiares y allegados. En ese contexto fue capturado Juan Bautista, entre las cúspides de Tungasuca y Surimana. Fue torturado y obligado a aceptar su colaboración en la insurrección, y después de ser vejado y azotado en las calles, fue condenado al destierro.
Sin embargo, dos años después estaba en libertad en el Cusco, y pudo enterarse de los atroces ajusticiamientos de quienes habían tratado de continuar la rebelión: su primo Diego Cristóbal y sus familiares cercanos. En este contexto, otra vez fue atrapado, y ahora sí enviado al exilio, con su madre Ventura Monjarrás y su esposa Susana Aguirre, y más de 70 familiares en un penoso viaje a pie desde Cusco hasta el Callao, para de ahí llevarlos hacia España, que investigadoras como Sara Beatriz Guardia y Pilar Roca han llamado “la caravana de la muerte”.
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Ventura Monjarrás no resistió y murió entre el Cusco y Ayacucho, en octubre de 1783 y Susana Aguirre fallecería el 20 de abril de 1784, en el mismo barco en que iba con Juan Bautista al exilio. “Mi mujer murió sin que yo pudiese mostrarle todo el interés que mi ternura y circunstancias me inspiraban; la privación de este último consuelo violentó mi naturaleza a tal punto, que apetecí la muerte con la mejor sinceridad”, cuenta Juan Bautista Túpac Amaru en su diario.
Como escribe Juan Manuel Chávez “lo consideraban sospechoso de casi todo y lo encontraban culpable de casi nada; así, en vez de ajusticiarlo con tormentos públicos como a su medio hermano y a su primo, lo extrajeron del Cusco y lo sacaron del Virreinato del Perú por el riesgo de caudillismo que su apellido entrañaba”.
Presidiarios por la independencia
Después de una infructuosa travesía de más de diez meses, Juan Bautista llegó a Cádiz y fue enviado a la prisión del castillo de San Sebastián. Ahí permaneció tres años, luego fue trasladado a Ceuta, “un baluarte militar y una posición penitenciaria”, apunta Chávez, un fortín-prisión natural al otro lado del Mediterráneo, a donde llegó el 1 de junio de 1788.
“El exilio de Juan Bautista se prolongó durante décadas, pero él no habitaba entre rejas; su presidio eran las fronteras de este territorio en el África tan diferente de cuanto experimentó durante su juventud en el Cusco. En aquel entonces, Ceuta no comprendía más de tres kilómetros y medio desde el extremo de la península hasta el istmo donde se habían levantado las murallas defensivas, territorio donde Juan Bautista se movía con accidentada libertad”, escribe Chávez.
La escasa población de Ceuta, prácticamente, convivía con los desterrados. Ahí iban a parar criminales y exiliados y, con los años, llegaron también criollos americanos acusados de sedición y rebelión, como Juan Germán Roscio, un patriota caraqueño, y redactor de la proclamación de la independencia de Venezuela; o Juan Bautista Azopardo, quien participó en Buenos Aires, en la rebelión de mayo de 1810. Ellos serían claves en su posterior apoyo a Juan Bautista Túpac Amaru.
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Liberado en 1815, por intercepción de liberales ingleses, Roscio escribirá posteriormente cartas y peticiones en favor del cusqueño. En su estudio preliminar, Chávez cita un oficio del 24 de julio de 1819, enviado por Roscio a las cortes de Londres, en el que escribe: “En el de Ceuta está encerrado desde el año de 1788 don Juan Tupac Amaro, hermano de don José Gabriel, el jefe de la insurrección del Perú en el año de 1781 cuyo objetivo era el mismo por el cual luchamos nosotros contra la tiranía del Gobierno español”.
El camino a la libertad
Sin embargo, quien prácticamente cambió la vida de Juan Bautista, y evitó que este muriera en el destierro, fue el sacerdote agustino huanuqueño Marcos Durán Martel, quien tras participar en la rebelión de Huánuco de 1812 fue capturado y enviado a Ceuta, a donde llegó en 1813. Ahí conoció a Juan Bautista, quien llevaba 25 años preso, y era ya un anciano. Lo ayudó a trabajar en un huerto y lo apoyó en lo que parecía imposible: alcanzar la libertad.
No solo escribieron peticiones al rey Fernando VII, sino que, a través de los contactos obtenidos en la prisión, el caso del último descendiente de los incas preso en África, comenzó a conocerse en periódicos liberales de Europa, como el Diario Constitucional, Político y Mercantil, de Barcelona. Así, el 4 de mayo de 1822, Juan Bautista y Marcos Durán Martel fueron amnistiados y pudieron volver a América. De esta manera, el hermano menor del cacique de Tungasuca regresaba al continente de donde había salido encadenado casi 40 años atrás.
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Llegó a Buenos Aires, donde fue apoyado por patriotas como Azopardo y, gracias a una pensión otorgada por el gobierno, pudo pasar los últimos cinco años de su vida en libertad, aunque nunca pudo cumplir su sueño de volver al Cusco. Fue enterrado en el cementerio de La Recoleta, pero su tumba no existe. Como señala Juan Manuel Chávez, en 1827, los cadáveres eran puestos bajo tierra sin ningún registro catastral. Sin embargo, quedan estas palabras puestas en su manuscrito: “A los 80 años de edad, y después de 40 de prisión por la causa de la independencia, me hallo transportado de los abismos de la servidumbre a la atmósfera de la libertad, y por un nuevo aliento que me inspira animado a mostrarme a esta generación, como una víctima del despotismo que ha sobrevivido a sus golpes para asombro de la humanidad”.
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