Manuel Pardo en un grabado que muestra el momento en que recibe el impacto del fusil que le causó la muerte. (Imagen: Henri Michel, Le Monde Illustre, Paris, 1878)
Manuel Pardo en un grabado que muestra el momento en que recibe el impacto del fusil que le causó la muerte. (Imagen: Henri Michel, Le Monde Illustre, Paris, 1878)
Héctor López Martínez

A lo largo de 1878 se agudizó la pugna entre el jefe del Estado, Mariano Ignacio Prado, y el Congreso de la República, con mayoría civilista. Prado intentó una maniobra legicida, un plebiscito que le permitiera disolver ambas Cámaras. No lo consiguió. En los comicios legislativos de ese año fueron elegidos senadores dos prominentes figuras políticas, el expresidente Manuel Pardo (1834 – 1878) y el contralmirante Lizardo Montero, por Junín y Piura, respectivamente. Pardo, que estaba exiliado en Chile, volvió al Perú en setiembre y fue elegido presidente de su Cámara.

El 16 de noviembre, al comenzar la tarde, Pardo llegó al local de El Comercio, en la calle de la Rifa, para corregir personalmente las pruebas de un discurso que había pronunciado el día anterior. Poco antes de las dos, acompañado por su colega Manuel María Rivas y por el médico Adán Melgar, tomó un coche de alquiler para dirigirse al Senado, ubicado por entonces en el edificio donde había funcionado la Inquisición. Al llegar a su destino, Pardo recibió los honores militares de estilo antes de ingresar al recinto y, cuando ya lo hacía, un sargento del batallón Pichincha, que había participado en la ceremonia protocolar, levantó su rifle y le disparó en la espalda. El asesino, más tarde juzgado y fusilado en 1880, se llamaba Melchor Montoya. Manuel María Rivas, que iba junto a Pardo, recordaría: “Oí la detonación de un tiro de rifle y sentí un ligero golpe y un vivo calor en la mano izquierda. El crimen estaba consumado. Miré a Pardo y lo vi inmóvil y mudo. Lo creí muerto y lo abracé estrechamente para impedir que su cadáver se desplomase. En este momento volvió hacia mí su rostro desfigurado ya por el dolor, se apoyó fuertemente sobre mi cuerpo, comprimiéndose la herida con ambas manos, y exhaló un quejido desgarrador, tan íntimo y tan profundo que me partió el alma, haciéndome perder toda esperanza. Le hablé, quiso contestarme y no salían de su pecho sino gemidos angustiosos”.

Apoyándose en Rivas, Pardo pudo seguir caminando dando traspiés. Al llegar al segundo patio dio cuatro o cinco pasos más y cayó entre las dos puertas que lo separaban del salón de sesiones. En ese momento comenzaron a llegar los médicos, los doctores Vélez, Mariano Macedo, Sánchez Concha, León, Bambarén, Castillo, Villar, Rosas, Moreno y Maiz y Belisario Sosa. Todos declararon que la herida era mortal. Para evitar el progreso de la hemorragia no lo movieron. Del cuarto de los porteros se llevó un pequeño colchón y los médicos levantaron cuidadosamente el cuerpo y lo depositaron en él.

Con voz entrecortada dijo Manuel Pardo: “Debo mucho” … “Un confesor” … “Mi familia”. Luego preguntó quién había disparado y al saber que era un sargento del Pichincha, susurró: “Lo perdono”. El padre Caballero escuchó una cortísima confesión y el párroco del Sagrario le administró la Extremaunción. Diecinueve personas que lo rodeaban, entre las cuales estaban Amaro G. Tizón, Manuel González de la Rosa, Manuel Adolfo Olaechea, Augusto Althaus, Mariano Bolognesi y los médicos y sacerdotes ya citados, escucharon sus últimas palabras: “Siéntenme”, “Sufro”, “Me ahogo”. A las tres en punto de la tarde expiró.

La autopsia decía: “El proyectil penetró por la parte posterior del tronco, casi al nivel de la escápula (paletilla) fracturando las costillas cuarta y quinta en su parte posterior, y segunda y tercera en la anterior. El pulmón izquierdo estaba atravesado. El corazón no había sido tocado. En la cavidad del pulmón interesado se encontró una cantidad de dos litros próximamente (sic) de sangre”. Hasta ese momento se había creído que en su juventud padeció tuberculosis y por eso estuvo una larga temporada en Jauja, pero sus pulmones estaban en perfecto estado al igual que sus otros órganos. Uno de los médicos que practicó la autopsia dijo que si el proyectil no hubiera sido disparado por un rifle Comblay tal vez hubiera podido salvar la vida. Esos rifles los compró en Europa el coronel Francisco Bolognesi y llegaron en 1870. Eran excelentes.

El magnicidio tenía lugar menos de un año antes de que Chile nos declarara la guerra. Así murió el ilustre político y estadista, fundador del Partido Civil, el primero que existió en el Perú. El Comercio, en edición especial, decía esa trágica noche: “Lima está de duelo y espantada. Desde que se consumó el salvaje atentado que ha privado al país del mejor de sus hijos todas las puertas de las casas están cerradas. En las calles se nota una soledad aterrorizante”.

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