La pandemia del COVID-19 propició el distanciamiento y el encierro, y con ello agudizó la soledad. También nos privó del contacto físico, nos arrebató los abrazos y prohibió los besos. Y es por este fenómeno mutilador de los afectos que el español Manuel Vilas (Huesca, 1962) decidió avanzar a contracorriente y escribir una novela sobre el amor en tiempos de pandemia. Y sobre el amor otoñal, además.
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Eso es “Los besos”, un relato sostenido prácticamente en solo dos personajes: Salvador y Montserrat. Él tiene 58 años y es un profesor casi en camino del retiro. Ella tiene 45 y vive en un pueblo en las afueras de Madrid. En el contexto de la cuarentena forzosa (y quebrando algunas normas del confinamiento), Salvador y Montserrat desarrollan un vínculo que no esperaban, pero al que se entregan con entusiasmo, apasionamiento y erotismo.
En “Ordesa” abordaste el amor a los padres, en “Alegría” hablabas del amor a los hijos, y ahora, en “Los besos” te aproximas al amor de pareja. ¿Se pueden leer tus últimos tres libros como una trilogía?
En el tema del amor sí. Las tres novelas están relacionadas porque tratan el tema del amor. Pero en cuanto al estilo y las intenciones son diferentes, porque “Ordesa” y “Alegría” eran autobiográficas y “Los besos” no lo es. Esta es una ficción, entonces allí sí que hay una distancia. Pero es verdad que el tema del amor sí es obsesivo en las tres novelas.
Es cierto que no es autobiográfica, pero ¿qué tan parecido es Salvador a Manuel Vilas? Como él, ¿tú también crees en la bondad como motor del mundo? ¿Eres también un “romántico absurdo”, como lo describes en el libro?
Hay cosas de Salvador que no forman parte de mi manera de ser. Ese pensamiento sobre la bondad sí lo comparto. Pero el romanticismo casi fanático u obsesivo de Salvador creo que no lo tengo. Hay cosas que hace Salvador que yo no sabría hacerlas. Fíjate que a veces creo que estoy más cerca de la manera de ver la vida que tiene Montserrat. Mi vida se parece más a la de Montserrat. No son criaturas autobiográficas ninguna de las dos, pero lo que pasa es que, cuando creas a un personaje, los primeros movimientos que da tienen muchas cosas tuyas. Es como cuando tienes un hijo o una hija, y hasta los 10 o 12 años el padre y la madre intervienen constantemente y crean su personalidad. Pero cuando entra a la adolescencia, ese niño o niña se aleja de sus padres. Algo parecido pasa con los personajes de ficción: al principio se parecen a ti, pero en un momento determinado empiezan a hacer cosas que tú ya no harías.
¿Sentiste en algún momento que quizá era muy pronto escribir sobre la pandemia?
Sí, efectivamente, tenía ese miedo. Además, sentía que se podía pensar que había oportunismo en tratar ese tema. Pero no podía no tratarlo porque invadió mi vida. Yo soy un escritor que se maneja en sus novelas por el presente, por lo que está viviendo. Para mí, la literatura es una representación inteligente y expresiva de lo que estamos viviendo. Entonces si la pandemia se apoderó del mundo, por lo menos tenía que ponerla como contexto de lo que estaban viviendo los dos personajes protagonistas de la novela. Si no, yo no me la hubiera creído, porque era lo que había en el mundo en ese momento, ¿no? Y bueno, yo no sé qué pasará después. Imagino que algún día llegaremos a saber más cosas de lo que nos ha pasado, y que habrá aproximaciones más inteligentes o más documentadas; pero creo que por el hecho de que en una novela aparezca la pandemia como contexto, no pasa nada.
A lo largo del libro, el personaje de Salvador hace una lectura paralela de “Don Quijote de La Mancha”. ¿Cómo crees que el Quijote hubiese asumido la pandemia?
Yo creo que se hubiera enfrentado a ella como si fuese una especie de enemigo, lanza en ristre, como contra los molinos de viento. Y habría sido inútil, por supuesto. Habría sido cómica su manera de luchar contra la pandemia. Pero también habría sido hermosa, habría tenido belleza. Pero, bueno, Salvador se queda fascinado por el Quijote porque es un ser humano. Realmente lo ve como un ser humano que está viviendo con intensidad su amor. Él lee el Quijote de una manera muy heterodoxa, porque dice que es una novela de amor. Y es verdad que es una novela de amor, porque todo lo que hace el Quijote lo hace para embellecer y exaltar a Dulcinea, para que esa mujer se sienta orgullosa de él. Eso a Salvador le parece fascinante, le parece una utopía que puede ser útil para vivir con pasión y con belleza la vida. Es un romántico y ve en el Quijote a otro romántico, a un predecesor de su manera de ver la vida.
Tanto que Salvador le cambia el nombre a Montserrat y empieza a llamarla Altisidora, como el personaje de “Don Quijote”. Eso de cambiar los nombres ya lo habías utilizado en otros libros. ¿Por qué te resulta atractivo el gesto?
En “Don Quijote”, Cervantes llama Dulcinea a Aldonza Lorenzo, que es el personaje en que está inspirado. Salvador quiere hacer la misma operación: a Montserrat la quiere llamar de otra manera, y ve que hay un personaje que le gusta, que es Altisidora. Entonces acaba viendo a su enamorada en dos planos: es Montserrat cuando hace cosas reales, y es Altisidora cuando está al servicio de su amor. Esto es el idealismo puro. Y sí, me gusta cambiar los nombres. Es como intentar modificar la realidad, intentar cambiar los códigos de la realidad e inventar otros códigos, para lo cual es necesario cambiar los nombres reales por otros. Ya lo hice en otros libros, es un territorio de fantasía y de imaginación, y la fantasía y la imaginación nos hacen vivir más. Por eso cuando Salvador llama Altisidora a Montserrat de repente parece que la realidad se eleva, se vuelve un mundo maravilloso.
También me preguntaba si en una historia de amor como esta no es complicado contener la cursilería, el melodrama más simplón. ¿Te costó eso? ¿Luchaste contra ello?
Sí, sí, lo vi claramente. Había el riesgo de la cursilería y el melodrama. Pero fíjate que hay un momento en que el mismo Salvador dice que prefiere ser cursi, a no ser cursi y no estar enamorado. Entonces, en efecto, una novela de amor siempre corre el riesgo de la cursilería; pero hay algo peor que eso: que no haya amor. Así intenté solucionar esto. Me di cuenta de ese peligro y lo verbalicé a través de Salvador, porque él mismo se siente cursi.
Lo que tiene que ver con otra afirmación suya: él dice que la gente de hoy ha expulsado el enamoramiento de sus vidas. ¿Coincides con eso?
Creo que el amor conlleva un gasto de energía, y la gente a partir de cierta edad tiene miedo a ese gasto de energía física y psíquica que conlleva el amor: dormir mal, comer mal, faltar al trabajo, tener las prioridades cambiadas, estar todo el día pensando en la persona de la que te has enamorado y obsesionado. A cierta edad, la gente se asusta de una cosa así. Y por eso lo pospone o lo deja olvidado. Entonces se supone que el enamoramiento solo es privativo de los que tienen 20 o 25 o 30 años. Yo creo que eso es un error. Creo que hay que arriesgar siempre y hay que gastar siempre esa energía. Porque si por tu edad dices “ya no me voy a enamorar”, estás diciendo algo así como “ya no quiero vivir intensamente”, y te conformas con una vida muy gris, una vida muy poco intensa. Por eso abrí la novela con una cita de Franco Battiato, que dice: “Los deseos no envejecen a pesar de la edad”. Esta novela tiene como función recordar a las personas que, por edad, piensan que ya no les corresponde enamorarse. Y se equivocan. Decir que no al amor porque tengas 60 o 70 años es como decirle no a la vida, pues vida y amor son lo mismo.
Sobre discriminación por edad, quería preguntarte en particular por una afirmación del libro. Dice: “La ancianidad antes era sabiduría y transmisión de la experiencia; ahora es codicia de seguir un día más en este mundo”. ¿Es esta también una consecuencia de ese odio a la vejez?
Tiene que ver con que la tercera edad es importante, pero creo que la vida de un señor o señora merece ser también intensa. Yo, por lo menos, no quiero una vejez vegetativa. No quiero seguir por la codicia de un día más de vida, sino por la codicia de una pasión más. Esta es mi idea: devolverle a la vida la intensidad. Yo creo que cuando la vida ya no cumple su gran función de apasionamiento, ya no es vida. Por eso soy también un defensor de la eutanasia. A veces nuestras sociedades, por un afán de proteger la ancianidad, cometen el error de no dejar a las personas elegir si quieren seguir viviendo en una decrepitud total. Cuando yo vea que ya no me pueda seguir enamorando o no pueda seguir teniendo una pasión fuerte, no querré seguir en esta vida. Porque la vida no se merece ser humillada. Podré parecer romántico, pero bueno...
En eso sí te pareces a Salvador...
En eso sí, claro. Porque yo creo que la vida es una cosa maravillosa, un don que tenemos. Y debemos usarla para vivir con intensidad, para vivir pasiones, para tener una gran relación con nuestra existencia. En una entrevista que le hicieron a Philip Roth cinco o seis años antes de su muerte, él decía que estaba “entrando a la vejez profunda”, ese momento en que tu cuerpo y tu alma ya están en un abandono absoluto. Y la vida comienza a perder su sentido. Perdurar allí, a través de cuidados médicos de toda naturaleza, casi acaba siendo un insulto a lo que fuiste. Es mejor decir adiós de una manera elegante que estar desmoronándote poco a poco.
Casi al final del libro, sueltas una frase sobre España: “No somos el país de Shakespeare, siempre fuimos el país de Cervantes”. ¿Por qué?
Porque somos el país de la comedia. No somos el país de la tragedia. Eso lo dijo también otro escritor español, Valle-Inclán. En España es imposible la tragedia porque hemos alimentado la comedia o el melodrama. En mis novelas siempre hay cosas referidas a la historia de España, a su sociedad y su presente político. Siempre me gusta retratar el presente político de España, no por nada en especial, sino porque así es como yo mismo me creo la historia que hay dentro de la novela. Y la única razón es que vivo aquí.
“Los besos”
Autor: Manuel Vilas
Páginas: 448
Editorial: Planeta
Disponible desde el próximo 18 de noviembre en librerías locales.
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