La etiqueta hipster fue usada por primera vez hace cerca de 80 años y aludía a quienes sentían debilidad por los ritmos marginales como forma de obtener una identificación. Pasa lo mismo con sus descendientes contemporáneos. (Foto: ABC)
La etiqueta hipster fue usada por primera vez hace cerca de 80 años y aludía a quienes sentían debilidad por los ritmos marginales como forma de obtener una identificación. Pasa lo mismo con sus descendientes contemporáneos. (Foto: ABC)
Dante Trujillo

Hay un flaco llamado Carlos. Lleva pantalones al cuete, camisa de leñador y un bigote que pretende ser mostacho y quizá le duela reconocer como pelusa, aunque, eso sí, bastante bien cuidado. También usa anteojos de marco grueso y sombrerito. Le está cantando a una chica, lo que no tendría nada de inusual de no ser porque se acompaña pulsando un banjo.

Carlos es, claro, un hipster peruano en el Perú (perdonen la tristeza), que conoció hace unos años el periodista Jace Clayton. Lo más probable es que lo del banjo sea un error y que lo que realmente tocara el chico fuera un ukelele, pero qué más da. Sirve de punto de partida para una breve crónica llamada “Vampires of Lima”. En ella, el también DJ de Boston no se muestra asombrado del hipsterismo local –en tanto se trata, desde la aurora del milenio, de un fenómeno global– como sí del hecho de que los hipsters limeños escuchen y bailen cumbia, un género hasta hace poco desdeñado por la clase media.

Clayton ensaya una explicación para cada abuelo muerto tomando masato y tanto muchacho provinciano levantándose muy temprano para ir a la bioferia más cercana a bordo de su bicicleta con canastita. Todo tiene que ver con el empaque y con cierta forma de entender el cosmopolitismo. Y es que la chicha de toda la vida fue hace diez años masterizada por un colectivo de franceses en Nueva York –la meca del asunto–, rebautizada como psychedelic cumbia of Peru, y listo.

Escribe Clayton: “Una lectura poco amable sería que a los hipsters del Perú les sobra dinero y que están neocolonizados. Esos pobres niños ricos solo valoran la cultura local cuando llega manufacturada desde países más cool que el suyo […]. En cuanto supieron que una parte de la música peruana había entrado en el escenario global, esta pasó de localista, nada cool y propia de la clase baja, a ser algo actual y cosmopolita”. Lo que afirma Clayton es discutible –igual que señalar que el hipsterismo es una verdadera cultura urbana con valores compartidos, o que se trata tan solo de una patraña vacua y mercantilista, tema que fascina a antropólogos y sociólogos de todas partes–. Pero hay un detalle de su observación que llama la atención, y que sirve de pretexto a estas líneas: aunque muchos no lo sepan, los primeros hipsters fueron llamados así hace cerca de 80 años; y aquellos muchachos, como sus descendientes limenses, sentían debilidad por los ritmos marginales, lo que les proporcionaba una forma de identificación.

Los hipsters de hoy son producto de un largo proceso de cambios. (Foto: ABC)
Los hipsters de hoy son producto de un largo proceso de cambios. (Foto: ABC)

—Cultura del reciclaje—
El origen de todo estuvo en África. De ahí fueron importados como esclavos los antepasados de quienes, a principios del siglo pasado, alteraron para siempre la música popular de Estados Unidos, primero, y después de todo Occidente. Y el jazz, el blues y sus derivados se convirtieron con los años en la banda sonora de toda la contracultura moderna.

Pero en África también habría surgido el origen etimológico que nos ocupa: aunque la palabra inglesa hip, en español, quiere decir principalmente “cadera”, ya la edición del “Diccionario de Oxford” de 1904 le daba también la acepción, como adjetivo, de “a la moda” y “consciente o enterado” de algo (aware of or informed about), aunque le adjudicaba un origen desconocido. Mucho después, en los sesenta, un lexicógrafo llamado David Dalby aventuró que en el idioma wólof –empleado principalmente en Senegal y Gambia– la palabra hip significaba algo como “para ver bien” o “abrir los ojos”.

A mediados de la década del treinta, el jazz bullía y se reinventaba. En ese contexto, los músicos llamaban hips y heps a los muchachos blancos interesados por su arte y estilo de vida bohemio, nocturno y alternativo. Para bailar el swing, movían las caderas. Estos pronto comenzaron a llamarse a sí mismos hepcats, mientras que las muchachas eran chicks (o hipchicks). Pero la música, como el lenguaje y la cultura, solo evolucionaba en esos tiempos turbulentos y, ya en los cuarenta –bajo el imperio del bebop y el hot jazz–, se dio el paso decisivo: así como el ritmo se desligó de cierta bonhomía para volverse ácido y delirante, los aficionados dejaron de ser solo oyentes para entregarse a un dandismo artístico y filosófico que celebraba no solo la música, sino también las culturas europea y periféricas, el decadentismo, la libertad sexual y las drogas. La palabra clave y polifuncional era cool.

Había que ponerle nombre a la criatura. En inglés no es sumamente común, pero el sufijo –ster se aplica a la persona asociada con algo (como gangster es el tipo vinculado a una pandilla). Entonces fue avistado el primer hipster en algún lugar del Village neoyorkino.
En 1944, el pianista Harry Gibson (blanco, medio chiflado) lanzó un disco llamado “Boogie Woogie”, que incluía como gracia un pequeño glosario de términos jazzísticos. Ahí se consigna la primera definición conocida: “personas que gustan del hot jazz”. Gibson comenzó a presentarse en público como Harry “The Hipster”, pero bueno, si estos tenían una religión, su dios era Charly Parker.

"Hipster fue también Allen Gingsberg", afirma Trujillo.
"Hipster fue también Allen Gingsberg", afirma Trujillo.

—El pasado nunca muere—
“Se es hipster o se es convencional, se es rebelde o se es conformista, se es hombre de frontera en el salvaje oeste de la vida nocturna de Estados Unidos o se es una célula convencional más, atrapada en los tejidos totalitarios de la sociedad norteamericana y condenada, de buen o mal grado, a la conformidad si se quiere tener éxito”, escribió Norman Mailer ya en 1957, en su ensayo “El negro blanco. Reflexiones superficiales sobre el hipster”. Y hipsters fueron Allen Ginsberg y Jack Kerouac, al menos hasta que dieron un paso más allá junto a sus camaradas en un combo de orientalismo, poesía, libertinaje y psicoactivos, y lo llevaron a pasear por las carreteras de Norteamérica. Ese mismo año Kerouac publicó “En el camino”, y al siguiente, 1958, el periodista Herb Caen inventó la palabra que definiría esta movida principalmente existencial y literaria: beatnik.

Los hipsters de primera cepa persistían, pero comenzaron a oxidarse, a caer en el convencionalismo que tanto repudiaban, y como todo aquel que se cree más sabio por viejo, a llamar de manera despectiva a los jóvenes que, sobre todo desde la costa oeste, exigieron su derecho de piso. Usaban la palabra hippies “para referirse a los ‘pequeños hipsters’: aquellos a los que solo les gustaba bailar y fumar marihuana, pero que no sabían nada de jazz ni de política ni de poesía” (Mark Greiff en “¿Qué fue lo hipster?”).

El resto de la historia es conocida por todos: los hippies mataron a sus padres, crecieron, se multiplicaron y lentamente fueron muriendo, dando paso a punks, pospunks, metaleros, y todas esas tribus, grandes y pequeñas, perdurables o efímeras, hondas o fatuas que han poblado las calles de casi todas las capitales de Occidente en los últimos tiempos. Como, por ejemplo, los hipsters (que bien cabría llamar neohipsters).

Nunca sabremos qué habría pasado si no hubieran existido aquellos primeros hipsters, ancestros de todos los movimientos contraculturales modernos. No podemos saber qué música estaríamos escuchando, cómo nos vestiríamos, cuáles serían las dinámicas de consumo de hoy.

Así que antes de ponerse irónico, levantar una ceja o contener una risa cada vez que se tope con un joven que sacude su barba frondosa y arreglada para limpiarla de quinua; con una chica de pelo rosado y tatuajes de mandalas que canta temas de Juaneco y su Combo camino al yoga, trátelos con respeto. Porque cada uno puede ser feliz como le venga en gana y, además, aunque se hallen a distancias galácticas de sus antepasados, provienen de una raza de pioneros. Y nobleza obliga.

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