El escritor, quien murió en 1994 por complicaciones de una leucemia, celebraría su cumpleaños 100 este 16 de agosto. (Foto: Captura de "The Charles Bukowski Tapes"/Les Films du Losange)
El escritor, quien murió en 1994 por complicaciones de una leucemia, celebraría su cumpleaños 100 este 16 de agosto. (Foto: Captura de "The Charles Bukowski Tapes"/Les Films du Losange)

Aquella tarde parisina de fines de los 70, el hombre de casi metro 90 que deambulaba de paso por la ciudad con un pequeño grupo de acompañantes, se había tomado ya dos botellas de vino. Vio caer el sol hacia su fondo antes de llegar al estudio donde sería parte de una charla televisiva en el programa cultural más importante de la televisión francesa de aquel entonces. No se sentía especialmente cómodo con la posibilidad, pues si algo le repugnaba eran las élites intelectuales. En lugar de estar ahí, pensaría, podría estar con otros corazones solitarios en algún bar anónimo y crepuscular, como en un cuadro de Hopper, compartiendo reflexiones inútiles sobre la vida, historias de fracaso y separación, los resultados del hipódromo, la queja tardía sobre lo malo que es el whisky barato, una tos de viejo borracho, unas cuantas groserías. Allí se sentiría cómodo, pero no tenía otra opción. Si por décadas había hecho malabarismos sobre su fracaso como si el planeta dejara de girar si no lo hacía, hoy el éxito lo había llevado a Europa. Los años como cartero habían terminado, si no contamos que ahora lo que lee son cartas de admiradores de todo el mundo. Antes, las mujeres le rehuían, lo evitaban, lo miraban como si quisieran mantener una distancia social inexpugnable. Hoy le escriben, lo aplauden y lo rodean, aunque esta vez lo acompañe su novia y luego esposa, Linda Lee. “Todo en mi vida ha llegado tarde. Los periodistas y las cámaras y toda esa mierda”, dijo alguna vez. Pero no está dispuesto a dejar de ser el mismo hombre nacido en Andernach, Alemania –por pura casualidad- en 1920 y trasladado a Estados Unidos de niño. Ahora lo rodean la , el Sena, los barrios parisinos, perfume y mito de la literatura universal. La ciudad de la luz derrama su plenitud sobre su pecho. Pero él ya tiene dos botellas de vino encima y llega al estudio de televisión, es llevado a maquillaje y acepta dejarse disimular las huellas del acné que marcaron su rostro y su literatura, que es más o menos lo mismo. En el estudio, potentes luces, un reducido público, su anfitrión, el periodista y crítico literario Bernard Pivot, y algunos nombres interesantes que participarían de la charla en el programa Apostrophes: el antiguo líder de los maquis, Marcel Mermoz; la escritora Catherine Paysan; el periodista y escritor François Cavanna y el poeta y médico Gaston Ferdière, tristemente célebre por ser el psiquiatra de Antonin Artaud, cuya mente y voluntad fundió a base de salvajes electroshocks más de 30 años antes.

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Después de algunos minutos de tolerar la situación –una conversación en la que prácticamente fue ignorado- gracias al veloz consumo de dos botellas de vino blanco alsaciano extra -bebidas directamente del pico- y confesar “conozco a muchos escritores americanos a los que les gustaría estar aquí, pero yo no”, intentó mirar debajo de la falda de Paysan, subestimó el prestigio de los otros invitados, ninguneó al mismo Pivot –que, alterado, llego a pedirle en voz alta que se calle- se paró, tocó con sorna el cabello y la cabeza de Ferdière y salió del set en plena transmisión en vivo. Antes de abandonar el canal, terminó enfrentado con un guardia de seguridad al que amenazó con una navaja, y se alejó maldiciendo y amenazando a gritos junto a Linda Lee y sus demás acompañantes. Era ya la noche del 22 de setiembre de 1978, la de su presentación de gala ante Europa. Y sí que se presentó. Aquella misma madrugada sería aplaudido con alegría y fervor en un bar de Saint-Germain-des-Prés. “Me gustan más los pervertidos que los santos”, había dicho alguna vez.

Poco después narraría el episodio en su libro “Shakespeare nunca lo hizo”. El mito del escritor proletario “malaspectoso”, bebedor impenitente, malcriado gozoso y “alpinchista” nato y marginal, había quedado sellado para siempre: al día siguiente sus libros arrasaron en ventas, volaron de las librerías y le llovieron llamadas para nuevas entrevistas. Y eso que aún no llegaba a Alemania, la segunda parada de la gira, donde un abundante público estudiantil lo oiría leer sus poemas y lo ovacionaría como nunca imaginó. Allí reconocería también su pueblo natal, Andernacht. Había llegado a Europa para promocionar su poemario “El amor es un perro del infierno” y había demostrado que él también podía serlo. Es Charles Bukowski y nadie volvería a olvidar jamás su nombre.

PELEANDO A LA CONTRA

Un chico cuyo primer recuerdo es siempre estar debajo de algo. Un joven acomplejado por el acné cuyo refugio eran las bibliotecas. Un hombre que se paseó por Nueva Orleans, Texas, Nueva York, Filadelfia y otros rincones de Estados Unidos, realizando trabajos temporales hasta los 49 años, cuando tras algunos intentos subterráneos con la literatura -que incluyeron cuentos, poesía y la columna Escritos de un viejo indecente en pequeñas publicaciones locales- concreta su primera novela, inspirada en sus días como cartero, el oficio al que le dedicó, con ciertas interrupciones, casi dos décadas de su vida. Un apostador a los caballos, un beodo puntual, un patán gigante al que le encantaban las peleas a puño limpio tanto como la poesía. Un devorador de libros de Celine, Hemingway, Dostoievski, Fante, Mailer o Henry Miller. Un rostro agreste con un alma desencantada y voraz pero capaz de convertirse en una literatura sensible y profunda. El hombre de las cavernas descubriendo el fuego cuando escribe. Todos esos hombres confluyen en la personalidad de Charles Bukowski, el ser aparentemente rústico y vulgar cuyas historias representaron, por primera vez, al americano común y corriente, al que desprecia un amor perdido, al que roban y al que roba, sobrevivientes todos de las noches, la pobreza y la violencia. “Yo escribo sobre tipos a los que el sueldo no les alcanza para el alquiler, sobre mujeres muriendo en los hospitales públicos, sobre chicos golpeados por sus padres”, dijo sobre su obra, plagada de vagos, bebedores, locos, prostitutas, obreros hastiados, desempleados en busca de una oportunidad, delincuentes de poca monta, mezcladores de vodka y ron barato en bares infectos. A pesar de haber recorrido su país, Los Angeles fue su real hogar, el rincón del mundo desde el que se convirtió, aún hoy, en icono de los escritores que beben y de los bebedores que escriben, para bien y para mal.

Nacimos en esto/ entre hospitales tan caros que es más barato morirse/ entre abogados que te cobran tanto, que es más barato declararse culpable/ En un país donde las cárceles están llenas/ y los manicomios cerrados/ En un lugar donde las masas elevan a los ineptos a la categoría de héroes.”, escribió Bukowski en “Born Into This”, un poema de absoluta vigencia allá donde pudiera leerse en voz alta. Una muestra de lo universal que podía llegar a ser su voz. Pero le costó mucho. El primer relato que escribió fue sobre el célebre aviador Barón Rojo, en su niñez, pero su padre, un militar machista y violento, rompió las páginas cuando lo descubrió. Ese fue el momento en el que el pequeño Heinrich Karl Bukowski –luego “americanizado” a Henry Charles- decidió que sería escritor. Eso, a pesar de que haya dicho alguna vez “Nadie sabe que es escritor. Solo creen que son escritores”.

Sus padres se mudaron a Estados Unidos cuando él tenía solo 3 años. Tal como recuerda en su novela La senda del perdedor (1982), su infancia fue un infierno. “Lo primero que recuerdo es estar debajo de algo”, era la frase inicial de aquel libro, crudamente autobiográfico, en el que habló del terror que sentía hacia sus padres, del abuso doméstico, del intenso acné que lo afectó, de su escasa socialización, de sus estudios, sus primeros trabajos, sus borracheras iniciáticas. El protagonista era su alter ego, Hank Chinasky, un personaje en la tradición del Haulden Caulfield de J.D. Salinger: dos jóvenes que parecieran haber llegado al mundo desilusionados, aunque provinieran de mundos diferentes. “Las personas son indiferentes –confesó en una entrevista-. No se involucran en el juego de la araña con la mosca. Yo me involucro. Yo soy la mosca”.

LAS BOTELLAS Y LOS HOMBRES

1969 fue un año clave en su vida. Bukowski tenía ya 49 años, varios de ellos acumulados y aburridos como empleado en la oficina de correos. John Martin, el editor que fundó Black Sparrow Press solo para publicarlo y que se había convertido en su amigo más cercano, le ofreció un sueldo vitalicio de 100 dólares si dejaba aquel trabajo y se concentraba únicamente en escribir. Bueno, en beber y escribir. “Tengo dos opciones –escribió en una carta por aquellos días-: permanecer en la oficina de correos y volverme loco… o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. He decidido morir de hambre”. No pasó mucho tiempo hasta que ese monto se convirtió en 10 mil dólares cada dos semanas. Sus novelas “Cartero” (1971), “Factótum” (1975) y “Mujeres” (1979), además de volúmenes de cuentos y su abundante poesía, lo consolidaron como un escritor de crudas verdades que se movía tan bien escribiendo como empinando el codo, en la estela de otros compatriotas suyos, como Hemingway, Capote, Mailer, Miller, Kerouac, Carver o Hunter S. Thompson, que encontraron en la bebida su apoteosis y su decadencia. “Trabajo bien durante botella y media. Después de eso soy como cualquier viejo borracho en un bar: un tipo repetitivo y pesado”, confesó alguna vez el hombre que apenas pasó un par de años en la Universidad de Los Angeles, antes de decepcionarse de los estudios y del periodismo que anhelaba y terminara trabajando como empleado de una fábrica de galletas para perros, de oficinista, cargador de almacenes, chofer de panaderías, vigilante de nightclubes, enmarcador de fotos o empaquetador de ropa femenina, además de eludir una posible participación en la Segunda Guerra Mundial: el psiquiatra del ejército evitó mandarlo, porque era demasiado riesgoso... para la propia infantería. Aunque parecía que esos años fueron una dolorosa interrupción para la carrera literaria que alguna vez quiso, en realidad le dieron las experiencias que necesitaba para ser quien fue.

Nacido un 16 de agosto de hace 100 años y fallecido por complicaciones de una leucemia el 9 de marzo de 1994, Bukowski llegaría también a realizar el guion de una película basada en sus textos –o sea, en su vida-: “Barfly” (Barbet Schroeder, 1987) protagonizada por Mickey Rourke como Hank Chinasky. En su novela “Hollywood” contaría, con mucho humor negro, los detalles detrás del proyecto, que incluyó también a Faye Dunaway y, en una primera etapa, a su amigo Sean Penn.

A pesar de la dureza de su vida, su propia tosquedad y los excesos de su imagen, quienes lo han leído son capaces de recordar con cariño –y de memoria- sus poemas y ciertas frases suyas, algunas que, incluso, califican como mantras. Como aquella que dice: “Cuando pasa algo bueno, hay que beber para celebrar; cuando pasa algo malo, hay que beber para olvidar, y cuando no pasa nada, hay que beber para que pase algo.”

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