Una crítica sobre “La muerte no tiene ojos” de Miguel Vallejo
Una crítica sobre “La muerte no tiene ojos” de Miguel Vallejo

Gran parte del auge de la literatura fantástica en la escena local se debe a la apropiación y al diá- logo incesante con otros gé- neros. Se trata de una herencia que los escritores jóvenes quieren reclamar con todo derecho: el cine, el cómic y la televisión. Eso ha dado origen a interesantes fórmulas que, sin falsos complejos, los autores practican con más o menos desparpajo. Pero un aspecto que se tiende a descuidar es la pulcritud del estilo. Abundan la espectacularidad, el delirio de grandeza y las ideas, pero eso nunca será suficiente para asegurar la hechura artística.

Un caso distinto es Miguel Ángel Vallejo (Lima, 1983), miembro de las nuevas generaciones. Se ha desplazado entre la escritura testimonial, el siempre complejo y exigente coto infantil y los cuentos góticos de “Monstruos de ayer, hoy y uno de mañana” (2014). Su lenguaje se caracteriza por el cuidado formal y la claridad de la frase. Ello se evidencia en su primera novela, “La muerte no tiene ojos”, que no sacrifica la limpieza en aras de ese mal entendido y facilista “escribo como me da la gana”. Por otro lado, también son más que explícitas sus fuentes nutricias: el cine de terror de serie B, aquel de bajo o mendicante presupuesto que floreció en los Estados Unidos durante la década del 50 y creó su propio rumbo estético.

Vallejo intenta conciliar con imaginativos resultados dos universos en las antípodas: el Perú precolombino y el antiguo Egipto. El punto de intersección es un conjunto de creencias en torno de la hoja de coca y de prácticas misteriosas alrededor de ella. El autor no ha escatimado en personajes y en situaciones plagadas de dinamismo: un superdanzante de tijeras que caza engendros diabólicos, un esclavo de dos mundos condenado a la inmortalidad y a ser despiadado asesino de mujeres –enamorado de una voluble y cruel princesa del Nilo–, arqueólogos obsesionados por el mal y mayúsculos combates.

La combinación no es desacertada y deviene atractiva, sobre todo por el sostenido inicio “en mitad del asunto”, con el criminal eternizado que acaba de eliminar a dos muchachas y camina por las calles de una Lima caótica, violenta y sombría. Los capítulos ambientados en la capital son de gran soltura e impacto, lo que declina en aquellos situados en El Cairo, donde debe resolverse el conflicto y el trágico sino de los personajes. Las acciones aquí se ralentizan, quizá porque los bien llevados diálogos de la primera sección se tornan un tanto retóricos. Aun así, Vallejo logra sostener la intriga, pese a lo voluntariamente excesivo o profuso de tan bizarros episodios.

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