"Hay gritos en la casa de al lado", por Renato Cisneros
"Hay gritos en la casa de al lado", por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Mi vecino, el viejo Joaquín, le pega a Isabel, su esposa. Lo intuí la mañana en que un griterío de la calle me sacó de la lectura en que me encontraba sumergido y, al asomarme al balcón, vi que abajo en la vereda, una vecina —solidarizándose con Isabel, capto ahora— señalaba con cara de repulsión hacia el balcón del costado, en cuya baranda estaba apoyado Joaquín, y a continuación gritaba una sentencia que no he podido quitarme de la cabeza: «¡Rezo todos los días para que te mueras!». El viejo, inmutable, levantó su única muleta como un rifle y le apuntó replicando «me cago en tu puta madre y en tus putos rezos».

Algunas noches después, mientras me cepillaba los dientes antes de dormir, escuché por la ventana del baño a una mujer pidiendo auxilio. Era Isabel. Debí ayudarla, al menos ir y tocar su puerta, pero algo me paralizó. ¿Sería el miedo de enfrentarme a un anciano autoritario? ¿El absurdo pudor de ser un inmigrante recién llegado? ¿O la imbécil reticencia a ganarme un problema entrometiéndome en asuntos ajenos? Incapaz de llamar siquiera al 112 de la policía, me limité a seguir las incidencias de la pelea detrás de la pared, esperando en silencio que aquello parara —igual a cuando escuchaba ciertas atronadoras discusiones entre mis padres y me quedaba estático al otro lado de su habitación, con un gran remordimiento por no atreverme a intervenir—.

Hace una semana, apenas el agua de la olla en que me disponía a cocinar empezó a hervir, sonó el timbre. Me acerqué a la puerta y me contestó una voz temblorosa. Abrí la mirilla y allí estaba la encorvada Isabel, mirándome a los ojos, pidiendo ayuda una vez más. De repente, por detrás de ella surgió la figura del viejo Joaquín, ordenándole que regresara, avanzando hacia ella peligrosamente con su muleta en ristre. Entonces abrí la puerta y vi cómo Isabel se desplomaba contra el mármol del pasillo producto de un tosco jalón de ese hombre, ex soldado de la Granja de San Ildefonso, que hace setenta años es su marido.

La ayudé a reincorporarse y junto a otros vecinos, que llegaron de inmediato apenas escucharon el escándalo de la caída, la pusimos a buen recaudo sobre una silla, a la espera de la ambulancia que ya estaba en camino. Durante los minutos que siguieron, los ancianos no hicieron más que lanzarse reproches, como si lamentaran haberse cruzado en la vida del otro. Sus alaridos recorrían todo el edificio. «¡Eres un golfo recogido de la calle!», atacaba ella. «¡Nunca has trabajado en tu vida!», devolvía él. «¡Hipócrita, felizmente hay testigos de cómo me tratas!». «¡A un hospicio deberían llevarte, mal agradecida!». «¡No te soporto más, llamen a mi familia!». «Pero si tú no tienes familia, ignorante». Cuando la ambulancia llegó, Isabel se quejaba de un dolor en la cintura. No era para menos: tenía la cadera rota.

Además de la vergüenza por no haber reaccionado más drásticamente contra el viejo, desde ese día hay algo más que no deja de inquietarme: el nivel de deterioro al que puede llegar el vínculo de dos personas que alguna vez creyeron quererse o necesitarse. Acostumbrados a celebrar la longevidad de los matrimonios como si fuera un mérito, olvidamos que a veces la duración de una relación sentimental, lejos de ser un triunfo o un modelo, es el magro resultado de la cobardía de una de las partes. Basta con que uno se resigne y no zafe a tiempo para dar pie a una hecatombe lenta pero segura.

Cuando los paramédicos se llevaban a Isabel en una silla de ruedas, alcancé a preguntarle si acaso quería regresar a vivir con Joaquín. Desde el fondo del ascensor, delatando lo irreversible de su soledad, la pobre vieja me respondió que sí.

Esta columna de Renato Cisneros fue publicada en la revista Somos. Ingresa a la página de Facebook de la publicación 

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