Una fotografía tomada en julio de 1918 en Ekaterimburgo muestra a los miembros de la familia imperial rusa, unos días antes de ser ejecutados (Foto: AFP)
Una fotografía tomada en julio de 1918 en Ekaterimburgo muestra a los miembros de la familia imperial rusa, unos días antes de ser ejecutados (Foto: AFP)
Dante Trujillo

Los perros blancos se acercan, decían. Los milicianos bolcheviques estaban nerviosos, cansados, sobre todo asustados. Tenían por qué: la Legión Checoslovaca, una facción especialmente fanatizada del Ejército Blanco, se encontraba a solo unos kilómetros mientras ellos, unos cuantos desarrapados, tenían prisionero en una casa particular al zar Nicolás II junto a toda su familia y una mínima corte.

El principio del fin de los Romanov se dio 16 meses antes, cuando fueron recluidos en la Villa de los Zares y desprovistos de casi todos sus privilegios por órdenes del gobierno provisional. La peregrinación forzada continuó en agosto de 1917, cuando los trasladaron casi tres mil kilómetros hasta Tobolsk, en la gélida Siberia. Tras el triunfo de la revolución, en abril del año siguiente fueron conducidos a Ekaterimburgo. Esa sería la última estación del clan, y también de la legendaria dinastía que gobernó la Madre Rusia por trescientos años.

Los enemigos del zar lo tenían por pusilánime y fácil de manipular, y la influencia del infame Rasputín abonaba en ese sentido. Muchos le seguían echando en cara los sucesos del Domingo Rojo de 1905, cuando tropas reales abrieron fuego contra los manifestantes que reclamaban un pasar más digno, la frivolidad gubernamental que propició la revolución, y la desafortunada participación del país en el frente oriental durante la Gran Guerra. Lo cierto es que nadie escoge su destino, y parece que Nicolás era un tipo de 50 años austero que prefería leer, estar en el campo, cazar, acompañarse de su mujer y sus hijos. La serenidad de la vida tranquila. En cualquier caso, en la noche del 16 al 17 de julio no fue el hombre más poderoso del imperio. Era solo un padre preocupado por los suyos, hermanado en su angustia con el más pobre de los plebeyos durante aquella temporada sangrienta.

Pasada la medianoche, el comandante Yákov Yurovski despertó a la familia. Debían vestirse deprisa, pues serían conducidos a un sitio más seguro. La familia fue encerrada en un semisótano de 30 metros cuadrados, donde esperarían la movilidad. En algún momento Yurovski los mandó a acomodarse tranquilos, pues ya llegaría un fotógrafo a perpetuar el momento. En lugar de ello, quienes bajaron las escaleras fueron los miembros de un comando de aniquilamiento. Fue entonces cuando el comandante leyó al zar su sentencia de muerte.

Nicolás parecía no entender. Miró a sus lacayos fieles. Miró a su Alejandra, a su tan esperado heredero, a las cuatro chicas que eran su alegría. Yurovski levantó su máuser y apuntó al pecho del emperador, que preguntaba a todos y a nadie qué estaba pasando. Sus palabras fueron segadas en el aire.

El último zar Nicolas II y su familia (Foto: AFP)
El último zar Nicolas II y su familia (Foto: AFP)

LA PRINCESA IMAGINARIA
El 27 de febrero de 1920, una joven intentó lanzarse a las aguas del Spree, en Berlín. Tras el rescate, fue internada en un manicomio. Tiempo después dijo que solo se hacía llamar Anna Anderson, porque realmente se trataba de la gran duquesa Anastasia (nombre que proviene del griego y significa "la que puede resucitar"). Fue así que la princesa volvió, al menos como una de las leyendas más difundidas a lo largo del siglo pasado.

Casi inmediatamente después del crimen comenzaron los rumores sobre la sobrevivencia de uno o varios Romanov: testimonios de vecinos y luego de personas que habían visto a soldados y policías registrando trenes. La idea del ejecutor compasivo que aprovechó la turbamulta para salvar a uno, dos, cuatro miembros de la familia se esparció de prisa. La mayoría de estos relatos tenían a la inquieta Anastasia como protagonista.

También aparecieron los estafadores y al menos diez mujeres de edad y rasgos similares que se hicieron pasar por ella, como Eugenia Smith y Nadezhda Ivánovna Vasílieva. Dos hermanas encontradas en los Urales se volvieron monjas y murieron en 1964, siendo enterradas como Anastasia y María Nikoláyevna. Un viejo soldado juró haber entregado a la princesa y su hermanito en adopción en Bulgaria. Esta Anastasia se llamó Albértovna Kruger, y murió en 1954.

Anna Anderson era un misterio. Quizá fue una pilla, pero con problemas mentales. Se descubrió que su verdadero nombre era Franziska Schanzkowska, y juró siempre ser la gran duquesa. Muchos le creyeron. El juicio para demostrar su "verdadera" identidad fue el más largo de la historia alemana: de 1938 a 1970, sin resultados favorables para ella. Murió en 1984. Diez años después, el ADN confirmaría lo que todos suponían.

La primera de las muchas películas sobre la princesa sobreviviente es de 1928 ("Clothes Make the Woman"). Sin embargo, la más famosa sigue siendo "Anastasia", de 1956, protagonizada por Ingrid Bergman y Yul Brynner. En 1997 llegó la versión animada: la tragedia que se había convertido en mito pasó así a traducirse en producto de consumo masivo para niños.

RÉQUIEM
Lo que siguió fue tan triste y violento como se puede suponer.

Mientras el zar caía muerto al primer disparo, Olga, su hija mayor, intentó persignarse, pero una bala le llegó a la cabeza, y comenzó así un tiroteo desquiciado. Yurovski continuó con el pequeño Alekséi (dos tiros, también en la cabeza), y durante unos segundos infinitos víctimas y victimarios vivieron una pesadilla de disparos, súplicas, gritos y humo, mucho humo. Cuando todos yacían en el piso, el pelotón volvió a disparar, y entonces recién abrieron las puertas para ventilar. Tatiana, María, Anastasia y una criada soportaron las ráfagas protegidas por las joyas que llevaban cosidas bajo sus ropas, pero pronto las remataron con bayonetas.

En cosa de un par de minutos, once personas se convirtieron en despojos: los siete miembros de la familia real, más el médico Botkin, la doncella Ana Demídova, el cocinero Iván Jaritonov, el lacayo Alekséi Trupp, así como dos perros de las muchachas.

El pelotón estuvo compuesto por nueve hombres (eran originalmente doce, pero tres letones se negaron a disparar contra mujeres y niños, por lo que a su vez fueron ejecutados). Luego de la masacre, los cuerpos fueron conducidos a distintos puntos, rociados con ácido sulfúrico y enterrados en fosas comunes. Una semana después la Legión Checoslovaca tomó Ekaterimburgo, pero no había nadie a quien rescatar.

Todo esto se sabe por testigos directos y, principalmente, por el relato que escribió el mismo Yákov Yurovski en 1922, que recién fue revelado tras la caída de la Unión Soviética, lo mismo que los lugares de los enterramientos. Las investigaciones permiten mirar de manera distinta la monarquía, de alguna manera revalorada, e, incluso, dar paso a una evidente instrumentalización política del suceso desde fines de los ochenta. Por su parte, la Iglesia Ortodoxa convirtió la casa final en templo y comenzó el confuso proceso de canonización de los Romanov.

Nunca quedó claro quién ordenó la ejecución. En su diario, Trotski señalaba al mismo Lenin y a Yákov Sverdlov como responsables de la sentencia, pero lo cierto es que no existe ni una sola prueba de que fuera así. Es más, hubiera sido una torpeza política. Lo más probable es que la indicación haya salido de un medroso burócrata de la muerte.

"¿Es un imperio/ esa luz que se apaga/ o una luciérnaga?", se preguntaba Borges en un haiku. Aunque hoy parezca apenas una luminiscencia en medio de la noche, sí fue un imperio el que se terminó de apagar hace cien años, que se recordará con pompa y circunstancia a lo largo de la próxima semana. Como si los números redondos hicieran más significativa o menos final la muerte. Como si las estampitas salvasen del horror a unas chiquillas, a su madre, a sus fieles sirvientes, a un hombre que solo fue rey.

La siguiente entrega, a cargo de Jaime Bedoya, será el sábado 21 de julio.

Contenido sugerido

Contenido GEC