Lucia Berlin, la escritora que pasó del anonimato a la gloria
Dante Trujillo

Una niña es expulsada del colegio tras un confuso incidente (tumbó a una monja) y, como castigo, la obligan a pasar el sofocante verano de Texas trabajando para su abuelo, el dentista del pueblo. En casa, la abuela se está muriendo. La madre lo sobrelleva borracha. El abuelo también. El abuelo es un tipo brutal. Un día, antes del amanecer, ciego de whisky despierta a la niña y la arrastra al consultorio. Una vez ahí, le exige que lo asista mientras se arranca todos los dientes, uno por uno, para luego reemplazarlos por una prótesis magnífica.

Una muchacha flaca, risueña, de mirada hipnótica, se anima a fumar el primer cigarrillo de su vida a bordo de un yate en Viña del Mar. De inmediato un hombre moreno le acerca un encendedor. Es el príncipe Alí Khan, esposo de Rita Hayworth. “Enchanté”, dice él.

Una joven viaja a un pueblo en la frontera con México para celebrar la Navidad con algunos familiares. Tiene 19 años, un niño de diez meses, un marido que se fue a Europa y del que no sabe nada, un bebé en la panza. Su prima coqueta le da los 500 dólares que cuesta el aborto. Ella no quiere hacerlo, pero igual cruza a Juárez. Lo que ve ahí la desborda. No lo hace. Vuelve. Disfrutan las fiestas.

Una mujer de mediana edad atraviesa una ciudad californiana. Se gana la vida como empleada doméstica “cama afuera”. Ha perdido a su marido. Cuenta que las mujeres de la limpieza roban cosas de los hogares donde trabajan. Cosas insignificantes que van dejando entre los asientos de los autobuses. Ella solo roba sedantes. Los guarda para los días de lluvia.

De postales como estas se componen la vida y la obra de Lucia Berlin, que no son lo mismo, pero da igual. Entre ambas conviven lo sórdido y lo bello, lo patético y lo luminoso, todo ello sublimado por el talento de una mujer que hasta hace poco era solo un fantasma de ojos azules.

Los relatos de Berlin vibran, crepitan. Y esplenden.

“No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”, escribió a través de una de esas voces narrativas en la que es fácil adivinar la suya propia. Y también, en el mismo cuento: “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento”. Uno de sus hijos dijo una vez: “Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco”.

Lucia Berlin murió hace doce años, y hasta agosto de 2015 muy pocos sabían de ella. No figuraba en Wikipedia, casi no existían entrevistas suyas publicadas en revistas, ni fotos, ni reseñas de sus seis libros, salvo para un mínimo grupo de devotos. Sus ventas no superaron nunca los mil ejemplares. Hoy, la antología de cuentos Manual para mujeres de la limpieza figura entre los libros más vendidos de los Estados Unidos. De hecho, no había ni un relato suyo traducido al castellano, cuando ahora, desde marzo, el volumen lleva nueve ediciones solo en España.

Lo de Berlin es una conmoción. Lo realmente sorprendente son su vida, su escritura, y la forma en que imbricó ambas. Ante este triple fenómeno su éxito póstumo termina siendo un detalle. 

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Todavía no han publicado su biografía, pero es de suponer que es solo cuestión de tiempo. O el biopic. Una versión exprés comenzaría diciendo que Lucia Brown nació en Juneau, la capital de Alaska, el 12 de noviembre de 1936, el día que se inauguró el puente de la bahía de San Francisco. Era la hija de una mujer racista, déspota y alcohólica, y de un ingeniero de minas que se propuso salvarla de sí misma durante los periodos que pasaba en casa, que no eran tantos. Por su trabajo los primeros años de Lucia rodaron entre Idaho, Kentucky, Montana. En 1941 el padre se fue a servir al ejército cerca de Japón, con lo que Lucia y su hermana menor, Sally, tuvieron que vivir con la familia materna en Texas. En la casa del dentista bestial.

A los diez años le detectaron escoliosis doble, una afección que le duraría toda la vida, que la obligó por tiempos a usar un corsé de metal que terminaría perforándole un pulmón.

Lucia cuando aún se apellidaba Brown, a los seis años, en Mullan, Idaho. Para entonces ya había vivido en cuatro estados diferentes. (Foto: Lucia Berlin Literary Estate)

Cuando el padre volvió del frente, los Brown volvieron a mudarse, esta vez a Santiago de Chile. Ahí la familia pasó de vivir sin apuros a la opulencia. A los 16 años, los días de Lucia eran “peluquero, manicurista, costurera. Almuerzo en el Charles. Polo, rugby y cricket, thés dansants, comidas, fiestas hasta el amanecer” (‘Buenos y malos’). Si bien siempre había sintonizado con “los otros”, conoció entonces la indigencia, la rabia de los que no tienen nada, la semilla de una revolución social. Viajó con su padre por el sur del Perú, por Bolivia, y dominó el español.

De vuelta a su país, se inscribió en la universidad de Nuevo México con la intención de convertirse en periodista o escritora: había heredado de su madre —además de la hermosura, los ojos y la dipsomanía— una notable capacidad de observación; y de la vida, la calle y los viajes un oído genial. En una entrevista muy posterior contó que la frase típica con la que abría sus conversaciones era “Te voy a contar una cosa extraordinaria que me ha pasado”. Para escándalo de su familia, se casó siendo menor de edad, tuvo dos hijos con su marido escultor (el que se largó a Europa), y a los 19 años se quedó sola. En la universidad conoció al poeta Edward Dorn, que sería una figura medular y una inspiración para siempre, y a dos músicos de jazz llamados Race Newton y Buddy Berlin. Para entonces Lucia estaba ya atrapada por el tabaco y, sobre todo, por el alcohol.

En 1958 se casó con Race, el pianista, y junto a los niños se fueron a Nueva York. Ahí se lió a la bohemia beat, y comenzó una carrera de farra y liberalidad que duraría décadas, aunque ello nunca afectó su porte distinguido, esa belleza que la comparaba con Liz Taylor; tampoco su sentido de la responsabilidad: mientras el resto de borrachos esperaba que abrieran las primeras chinganas al amanecer, Lucia partía para darles de desayunar a sus hijos. Y empezó a escribir ficciones. De hecho, sus primeros cuentos los firmó como Lucia Newton. Hasta que dejó a Newton por Berlin, el otro jazzman, y con él se fue a México, entre las montañas y el mar. Tuvieron dos hijos más, pero el encantador Buddy era adicto a la heroína. Y eso fue demasiado para quien entonces se llamaba ya Lucia Berlin, que eventualmente escribía para revistas como The Atlantic y The Noble Savage, de Saul Bellow.

A sus 32 años se había divorciado tres veces y tenía cuatro hijos. Entre 1971 y 1994 vivió en Albuquerque, Berkeley, Oakland, México DF; durmió en casas grandes y en cocheras, en cabañas, departamentos y casas rodantes y, a veces, también en centros de desintoxicación y en comisarías. Alguna vez calculó haberse mudado doscientas veces. Para mantener a su familia trabajó como profesora sustituta universitaria, maestra de escuela, telefonista, secretaria, asistente administrativo de hospital, auxiliar de enfermería y empleada doméstica. Leyó mucho, bebió muchísimo, se enrolló con distintos personajes, y sobre todo eso escribió setentaiséis cuentos, quién sabe a qué hora, en cuál cabeza, con qué cuerpo.

Su madre murió en 1986, presumiblemente por propia mano. Su hermana Sally, víctima del cáncer, en 1992, un año después de que Lucia ganara el National Book Award por Homesick (que no le representó, sin embargo, mayor reconocimiento). Dejó de beber. En 1994 Edward Dorn volvió a su vida, y la llevó a escribir y a enseñar a la Universidad de Colorado, donde se convirtió en una leyenda entre sus alumnos de escritura: “Sus clases siempre se sentían como una pequeña fiesta […] era muy transigente, escribía pequeñas notas en los márgenes de los cuentos, particularmente si le gustaba un pasaje; cuando no, parecía muy renuente a la crítica severa, pero si alguien hacía algo que realmente no funcionaba, se lo hacía saber, aunque le causaba dolor. Lucia era honesta pero amable, y extremadamente generosa”, cuenta desde Roma su exalumna, la escritora Elizabeth Geoghegan. Para entonces tenía que ir a clases llevando consigo un balón de oxígeno. En el 2000 se trasladó a una casa rodante en Los Ángeles. Tenía cáncer al pulmón. Finalmente, cuatro años después se mudó por última vez, a un garaje acondicionado cerca de sus hijos.

Murió el 2004 en Marina del Rey, el día que cumplía 68 años, mientras enterraban a Yasser Arafat en Ramala.

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Evidentemente se puede ser una mala persona, o al menos antipática, y aun así escribir grandes obras. Piénsese por ejemplo en Céline, en Hamsun, incluso en Hemingway. Por otro lado, lo aconsejable siempre es separar al autor de sus creaciones, pues vida y trabajo no son —ni deberían ser— lo mismo. Dicho lo cual, hacer esas distinciones con Berlin resulta un sinsentido. 

“Era una mujer muy inteligente, divertida, sin una pizca de autocompasión; una amiga devota y cariñosa. Un ser humano extraordinario”, cuenta desde Oakland, California, el escritor Stephen Emerson —amigo íntimo, editor de Manual para mujeres de la limpieza y responsable del fenómeno—. “Era extremadamente inteligente y perspicaz […] Estaba genuinamente interesada en los demás, y siempre trató de ver lo mejor de la gente. Era muy trabajadora, divertida, chistosísima, y brutalmente honesta”, escribe su hijo David en un largo correo electrónico. Todo ello, de alguna manera, se siente en sus cuentos.

Asimismo, antes de que se acuñara el término y se pusiera de moda, lo suyo es un evidente ejemplo de narrativa de autoficción: partía de la misma experiencia, de los recuerdos, viajes, familiares, amigos, parejas, empleo y adicciones para convertirlos en materia literaria, a veces sin mucho —o ningún— disimulo. “Hubo ocasiones en las que su trabajo me pareció demasiado honesto, pero pienso que lo sentí así por mi edad. Yo tenía unos 20 años y ella bebía y escribía frenéticamente. Un tiempo difícil para un chico, más aun por el estilo de vida que llevábamos. Afortunadamente, mis amigos no leían tantos cuentos a esa edad. Luego de la publicación del libro el año pasado, algunos que me conocen de siempre me dijeron ‘¡Wow, no tenía idea!’. Por ejemplo, el cuento ‘Inmanejable’ es una historia por la que atravesamos a lo largo de muchos años. Ahí, el hijo que escondía la botella y confrontaba a su madre era yo. Tendría unos 13 años en aquel momento”, cuenta David Berlin. Habría que decir, sin embargo, que un talento tan evidente se habría abierto paso así la autora hubiera sido una ama de casa de clase media del centro de Estados Unidos, “a zarpazos en el papel”, como dice Emerson en su introducción del libro.

¿En qué radica la magia de los textos de Berlin, emparentada siempre con Raymond Carver, aunque ella misma se consideraba descendiente de William Carlos Williams y de Antón Chéjov? Emerson enumera: “El sentido del humor, los detalles fantásticos y arrebatadores de su escritura, la brusquedad y la sorpresa que saltan, ese sentimiento de alegría que emana de toda su obra. Y su ilimitada compasión, que adquiere valor real gracias a su capacidad de percepción y sus poderes verbales”.

“Berlin no apunta hacia un clímax o desenlace, y tampoco relata un drama personal de la narradora: las observaciones son el cuento. Aquí tampoco hay que buscar la clásica epifanía del cuento moderno porque prácticamente cada frase de esta escritora es una epifanía”, apuntó recientemente Edmundo Paz Soldán. Y acertó.

Si de algo servirán estas dos mil palabras, que sea para despertar la curiosidad de quienes no hayan leído aún a Lucia Berlin. Háganlo: es una experiencia transformadora. 

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