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La misteriosa historia de Coco Sattui, un vampiro limeño - 3
Jaime Bedoya

Una noche salpicada de garúa el vampiro de Lince pasó frente al café Chío de la avenida Arenales. Ahí me encontraba tomando un aguadito de pavo de sospechoso tono violeta con otro presunto hematófago, el escritor Jorge Salazar. Este solo gustaba morderles el cuello a las mujeres, no beber su sangre, pero así funcionan las reputaciones. Pasó el vampiro, volteó a mirarnos. La garúa quedó suspendida en el aire.

Su edad era indeterminable. La epidermis blanquísima, luminosa, de aquellas que nunca ha conocido el cariño del sol. Su estatura descollaba entre la talla promedio de la zona, gente enferma o acongojada que iba y venía entre el Hospital del Empleado y las funerarias oportunamente vecinas. Medía no menos de un metro noventa, altitud que un arrogante copete de pelo elongaba aun más, coronando una mirada grave e inmensamente triste, propia de un hipnotista asaltado por la melancolía. Llevaba al cuello un dije de murciélago y cubría su espalda una capa que ondulaba quedamente, como si caminara bajo el agua. No mostraba sus manos. Dejó de mirarnos y la lluvia volvió a caer.

Mi cuchara de caldo se había quedado a medio camino todo ese tiempo. ¿Quién es ese?, pregunté a Salazar.

- Drácula, pues, respondió dando cuenta con la mano de una pata de pavo. Enjuto, moreno, la piel pegada al hueso, Salazar parecía un caníbal.

Drácula, Nosferatu, reviniente, eran solo los apodos propios de una ciudad asustadiza, fácilmente impresionable con toda transgresión de la convención. Salazar me puso al tanto del personaje. Se trataba de Coco Sattui, dandy esotérico de la Lima de los años 50 y 60, cuando esta ciudad se creía París, se leían libros, se escuchaba música y se exploraban ideas. No era todavía el charco desconcertado y hostil que ya empezaba a madurar a comienzos de los noventa, fecha de este encuentro. Sattui era la reminiscencia de una oveja negra nocturna. Un muerto en vida, un vampiro del pasado.

EL SACRIFICIO DEL MARCANTONIO

Sattui sufría la desgracia, o fortuna, de haber envejecido a solas en esta falsa ciudad jardín. Sus amigos y amores habían muerto, la aristocracia espiritual habíase bastardizado. Apenas le quedaban los espectros de algunos recuerdos, Chopin, las enseñanzas de ultratumba de y un puñado de poemas secretos que aún no estaba preparado para compartir.

Su rutina diaria, la misma que lo llevaba a pasar sistemáticamente frente a bebedores de aguadito, era salir de noche de su estudio en la cuadra 14 de Arenales para caminar hasta lo que entonces era el café Marcantonio del Centro Comercial Risso. Un Haití venido a menos, favorecido por oficinistas con riesgo prostático dados a la cerveza y el paliativo de la nostalgia musical. En el Marcantonio, Sattui tocaba el piano, presumo que por un estipendio ojalá honorable y si bien empezaba con la exquisita alegría del vals en mi bemol Opus 18, el vals brillante de Chopin, la demanda del respetable lo desviaba a interpretar Caballo Viejo o Tabaco y Ron.

En este trance percusivo, Sattui revelaba su alma y lo hacía con la exhibición física de su punto de contacto con esa otra dimensión: sus manos. Largas, níveas casi hasta la fosforescencia, piel impoluta y grácil que al acariciar las teclas abrían una puerta a otro mundo al que los borrachos no podían entrar. Él sí. Por eso indefectiblemente al morir la noche, ya con los oficinistas derrotados sobre la mesa por el nudo de una corbata astrosa, Sattui regresaba a Chopin y a sí mismo, interpretando el vals en la menor Opus 69, el Vals del Adiós. Lo tocaba para alguien que ya no estaba. El vampiro arrastraba una estaca invisible clavada en el pecho.

Durante semanas el Marcantonio se volvió mi . Sattui aparecía solo de vez en cuando. Cuando lo hacía su música creaba un muro de respeto ante cualquier asomo de impertinencia. Como preguntarle quién le había clavado esa estaca.

Finalmente ante la insistencia obsesiva por temas espiritistas aceptó recibirme en su casa. Una sola condición, dijo: tiene que ser a la medianoche.

ENTREVISTA CON EL VAMPIRO

Junto con mi hermano, fotógrafo paradójicamente interesado en lo invisible, estuvimos a las doce de la noche en el estudio de Sattui llevando un Camembert, detalle afrancesado. Largas escaleras llevaban a un segundo piso. El departamento era pequeño pero decorado con gusto clásico: muebles antiguos, de madera noble, cortinas de terciopelo bloqueando cualquier posibilidad al mundo exterior. Había piedras desparramadas por doquier y una calavera de infante. Un boceto del rostro de Sattui gobernaba la sala, un guiño al carboncillo a Dorian Gray. Nos recibió amable y con un protocolar tour de sus dominios:

- Este es el cuarto de servicio, ahí una vez se ahorcó un sirviente […] De ese armario de roble algún día saldrá mi bisabuela. Murió de un infarto escondida luego de envenenar a veinte oficiales chilenos durante la ocupación de Chorrillos. […] Este es mi piano. Me comunica con el más allá […]. Frente a este tocador mi tía se pegó un balazo cuando tenía solo 15 años. A veces veo su sangre en el espejo […]. Y esta es mi cama: aquí ha muerto toda mi estirpe y aquí moriré yo. Bienvenidos a mi estudio.

Los tres nos sentamos frente al Camembert, que Sattui diseccionó con severos cortes de cuchillo. Nos ahorró las preguntas con una declaración pausada, acompasada de gentil ofrecimiento del lácteo:

Me llamo Jacques y soy espiritista. Seguidor de las enseñanzas de Allan Kardec. De niño me extravié durante dos días en el Chinatown de San Francisco, por lo que recuerdo vagamente chinos equilibristas y colores encendidos que desfilan solo para mí frente a mis ojos.

Estudié pedagogía, música y baile clásico en Europa. Y en vidas anteriores fui un sacerdote maya y un niño rico que murió ahogado pescando perlas. No tengo interés alguno en el comercio del espiritismo, ni en recibir dinero de señoras que convocan a ultratumba para saber si van a viajar a Aruba. La grosería es enemiga de la elevación espiritista y no tengo ni quiero discípulos tampoco.

Difícilmente salgo de día y si me desplazo de noche, lo hago entre mi casa y el Marcantonio, donde si bien no hay mayores honduras, encuentro compañía y escucho música mientras espero llegar la hora de abandonar este cuerpo. Lee a Kardec y comprenderás. No tengo más que decir [1].

El resto de la velada discurrió amena e ilustrativa. La calavera pertenecía a una niña llamada Mariate Osborne. Se la había encontrado un día que fue a caminar al cementerio Presbítero Maestro luego de un terremoto. Las piedras las habían arrojado ahí los Elementales, categoría con que el fundador del espiritismo, Allan Kardec, designa a las almas perdidas, aquellas sin encarnar. Lima le parecía una ciudad en pena, la sombra de lo que fue. Contó que en una de sus poquísimas salidas había ido a comer a la Rosa Náutica, y que la gente lo vio como si hubieran visto un difunto. En ningún momento se tocó el tema del vampirismo. Nos despidió con la misma amabilidad que nos recibió. Parecía complacido de no haber contado nada que no quisiera. Siempre pareció triste. Nunca comió un solo pedazo de queso. Los vampiros no comen.


La mano del músico sosteniendo la calavera de la señorita Osborne. (Foto: Juan Enrique Bedoya)

La mano del músico sosteniendo la calavera de la señorita Osborne. (Foto: Juan Enrique Bedoya)

LA ESTACA Y LOS POEMAS

Jacques Sattui salió de circulación, léase el Marcantonio, en los noventa. Ni un obituario, nada. Lo que aparecerían serían poemas inéditos dedicados a él que atesoró en secreto durante años.

La autora era Catalina Recavarren de Zizold (1904-1992), Catita, laureada poeta y protagonista cultural en la Lima de 1950. Catalina, a quien maliciosamente algunos llamaban Calatina, era un personaje por sí sola. Se le atribuye ser la Catalina de La casa de cartón de Martín Adán, y también Miguel Gutiérrez la hizo ficción en Confesiones de Tamara Fiol (Alfaguara, 2009). La llamó Queca Luzuriaga. Esta Queca, según el libro, no decía felatio, decía mamada. Y tenía un novio, el pianista Angelo Satui. Así los describe Gutiérrez:

[…] para mí la noche limeña, invernal y brumosa, se encarnaba en Queca Luzuriaga y Angelo Satui, su novio fantasmal […] cuya aparición, nos parecía a muchos, marcaba el ingreso a la noche esencial, a la verdadera noche limeña. Y todos decían que solo un individuo de esa sustancia podía ser el novio y amante de la musa […]. La musa declamaba poemas de Delmira Agostini o Alfonsina Storni mientras Satui le creaba con el piano un sugestivo fondo musical.


Personajes de la noche: poeta Catalina Recavarren y Rodolfo Sattui.

Personajes de la noche: poeta Catalina Recavarren y Rodolfo Sattui.

Catalina y Sattui fueron una pareja irrepetible de la bohemia limeña noctámbula. Ella, casada y mayor que él, lo llamaba su amor otoñal, y Rodolfo, no Jacques. El romance estuvo empapado de la sensibilidad poética imperante en ambos, el malditismo de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, la maldición bíblica de Caín y el dandismo satánico de Dorian Gray. La relación tuvo el mismo discurrir que sus influencias estéticas. Del deslumbramiento pasó al agobio y de ahí a la perdición, el infierno en vida, con las implicancias satánicas de rigor. Catalina rompió con Sattui en una carta en la que le dice: Me ungiste diosa y en nuestro templo celebramos las más puras y mágicas liturgias. Ahora… quiero cerrar el templo.

En algún momento cercano al final de esta vida –el espiritismo cree en la reencarnación– Sattui tuvo el juicio de entregar a las poetas Elvira Ordóñez y Fany de Romero los poemas que Catalina le escribió en secreto. Con la solvente asistencia del crítico literario Ricardo González Vigil, quien estructuró, prologó y tituló esta colección de poemas, salió publicado Una flor… y su temporada en el infierno (Editatú, 2012). Es el registro del amor dulce y tortuoso entre ambos. Así se trasluce en el poema Tu piano:

Quiero la poesía

Nerviosa y transparente

De tu mano

Sobre la geografía de mi frente

Y sobre el universo de tu piano

Luego el personaje va mutando. Así dice Wildesca:

¡Oh, tú! Dorian Gray: marmóreo y mórbido,

Hierático y lento, como un rito olvidado

De una perdida religión

Rompe el turbio retrato mugiente

Y resurge limpio, fresco, insolente,

Desnudo de pecado,

Con el rostro recién inventado

De un implacable,

Inexorable Dios.

Sin eufemismos, le escribe un poema llamado Satán:

Eres hermoso amado

Con trágica belleza de Luzbel.

Cera virgen el rostro

Y los ojos rasgados de placer

Y otro, Beauté du diable (Belleza del diablo):

Eres horrendamente bello,

Luzbel tendría que temblar

Porque has robado hasta su sello

De poderío y majestad

Pero Recavarren exorciza y purifica el romance en el poema llamado Belleza:

La belleza nos deja

sin aliento.

Hace doler porque es

Alumbramiento

Maestro Sattui, las palabras de su amada cancelan la aflicción. Lozano por siempre, siga tocando el piano en Normandía, Ceilán, los Montes Cárpatos o allá donde la reencarnación lo haya llevado, exonerado de  lo sinsabores propios de la compañía ajena y el deterioro de la carne.

[1] Caretas, junio 2, 1994.

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