Con Tomás Nevinson, Javier Marías regresa al universo que creó en Berta Isla. 
Fotos: Alfaguara.
Con Tomás Nevinson, Javier Marías regresa al universo que creó en Berta Isla. Fotos: Alfaguara.
Redacción EC

Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguarda al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertenecen más que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enloquecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen años y envejecen, encadenados al recuerdo de la pérdida de su mundo. Se convierten en depositarias de la memoria por fuerza, son las únicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las únicas que cuentan lo habido.

Bueno, todo esto me enseñaron de niño y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teoría, no en la práctica. Al fin y al cabo, en 1793 se guillotinó a una Reina de Francia, y con anterioridad se quemó a incontables acusadas de brujería y a la soldado Juana de Arco, por no poner más que un par de ejemplos que todos conocen.

Sí, claro que siempre se ha matado a mujeres, pero era algo a contracorriente y que en muchas ocasiones daba reparo, no es seguro si a Ana Bolena se le concedió el privilegio de sucumbir a una espada y no a una tosca y chapucera hacha, ni tampoco en la hoguera, por ser mujer o por ser Reina, por ser joven o por ser hermosa, hermosa para la época y según los relatos, y los relatos jamás son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamente y se equivocan o mienten. En los grabados de su ejecución aparece de rodillas como si estuviera rezando, con el tronco erguido y la cabeza alta; de habérsele aplicado el hacha tendría que haber apoyado el mentón o la mejilla en el tajo y haber adoptado una postura más vejatoria y más incómoda, haberse tirado por los suelos, como quien dice, y haber ofrecido una visión más prominente de sus posaderas a quienes desde su ángulo se las encontraran de frente. Curioso que se tuviera en cuenta la comodidad o compostura de su último instante en el mundo, y aun el garbo y el decoro, qué más daría todo eso para quien ya era inminente cadáver y estaba a punto de desaparecer de la tierra bajo la tierra, en dos pedazos. También se ve, en esas representaciones, al ‘espada’ de Calais, así llamado en los textos para diferenciarlo de un vulgar verdugo —traído ex profeso por su gran destreza y quizá a petición de la propia Reina—, siempre a su espalda y oculto a su vista, nunca delante, como si se hubiese acordado o decidido que la mujer se ahorrara ver venir el golpe, la trayectoria del arma pesada que sin embargo avanza veloz e imparable, como un silbido una vez que se emite o como una ráfaga de viento fuerte (en un par de imágenes ella lleva los ojos vendados, pero no en la mayoría); que ignorara el momento preciso en que su cabeza quedaría cortada de un solo mandoble limpio, y caída en la tarima boca arriba o boca abajo o de lado, de pie o de coronilla, quién sabía, desde luego ella no lo sabría jamás; que el movimiento la pillara por sorpresa, si es que puede haber sorpresa cuando uno sabe a lo que ha venido y por qué está de rodillas y sin manto a las ocho de la mañana de un día inglés de aún frío mayo. Está de rodillas, justamente, para facilitarle la tarea al verdugo y no poner su habilidad en entredicho: había hecho el favor de cruzar el Canal y de prestarse, y a lo mejor no era muy alto. Al parecer, Ana Bolena había insistido en que con una espada bastaba, ya que su cuello era fino. Debió de rodeárselo con las manos más de una vez, a modo de prueba.

Se le tuvo mayor miramiento, en todo caso, que a María Antonieta dos siglos y medio más tarde, a la que cuentan que se le dio peor trato en su octubre que a su marido Luis XVI en su enero, él la había precedido en la guillotina unos nueve meses. Que fuera mujer no contó para los revolucionarios, o quizá es que la consideración del sexo les pareció antirrevolucionaria en sí misma. Un teniente llamado De Busne, que le mostró cierto respeto durante la custodia previa, fue arrestado y relevado en seguida por otro guardián más desabrido. Al Rey sólo le ataron las manos a la espalda cuando llegó al pie del patíbulo; el recorrido hasta allí lo hizo en un coche cubierto, cerrado, el del alcalde de París según creo; y pudo elegir al sacerdote que lo asistió (uno no jurado, es decir, que no había jurado lealtad a la Constitución y al nuevo orden que cambiaba a diario y lo condenaba). A su viuda austriaca, por el contrario, le ataron las manos ya antes del paseíllo, que hubo de efectuar en carreta, más vulnerable y expuesta al odio desatado en las caras y a los improperios del gentío; y sólo le ofrecieron los servicios de un sacerdote jurado, que ella declinó educadamente. Dicen las crónicas que la educación que le faltó durante su reinado la dispensó en los últimos instantes: subió los peldaños con tanta agilidad que tropezó y le pisó un pie al verdugo, con el que se disculpó de inmediato como si tuviera esa costumbre (‘Excusez-moi, Monsieur’, le dijo).

Tiene la guillotina sus preámbulos de oprobio obligado: los condenados no sólo llevaban las manos atadas atrás, sino que una vez arriba se les ceñían los brazos al torso con una cuerda tirante, premonición del amortajamiento; al quedar rígidos y torpes, casi inmovilizados y sin poderse valer por sí mismos, dos auxiliares debían alzarlos como a un paquete (o como se hacía más tarde con los enanos a los que se disparaba desde un cañón en los circos) y deslizarlos o empujarlos boca abajo, completamente horizontales, tumbados, hasta que su cuello encajaba en el hueco asignado. En eso María Antonieta sí se igualó a su marido: los dos se vieron así cosificados en el momento postrero, manejados como bultos o balas de lana o como torpedos de un submarino arcaico, como fardos cuya cabeza asomaba antes de salir rodando de manera imprevisible, sin dirección ni sentido hasta que la detuviera alguien agarrándola del pelo, a la vista de la muchedumbre. A ninguno le pasó, en todo caso, lo que a San Dionisio según un cardenal francés maravillado de que, tras su martirio y decapitación durante las persecuciones del Emperador Valeriano, hubiera caminado con su cabeza cortada bajo el brazo desde Montmartre hasta el lugar de su enterramiento (aligerando consideradamente la labor de los porteadores), donde se erigió luego la abadía o iglesia de su nombre: una distancia de nueve kilómetros. El portento dejaba al cardenal sin habla, aseguraba, pero en realidad enardecía su verbo, de modo que una ingeniosa dama que lo escuchaba lo interrumpió, rebajando con una sola frase la hazaña: ‘¡Ah, señor! —le dijo—. En esa situación, sólo el primer paso cuesta.’

***

Sólo el primer paso cuesta. Quizá se podría decir eso de todo, o de la mayoría de los esfuerzos y de lo que se hace con desagrado o repugnancia o reservas, es muy poco lo que se acomete sin ninguna reserva, casi siempre hay algo que nos induce a no actuar y a no dar ese paso, a no salir de casa y no movernos, a no dirigirnos a nadie y a evitar que otros nos hablen, nos miren, nos digan. A veces pienso que nuestras enteras vidas —incluso las de las almas ambiciosas e inquietas y las impacientes y voraces, deseosas de intervenir en el mundo y aun de gobernarlo— no son sino el largo y aplazado anhelo de volver a ser indetectables como cuando no habíamos nacido, invisibles, sin desprender calor, inaudibles; de callar y estarnos quietos, de desandar lo recorrido y deshacer lo ya hecho que nunca puede deshacerse, a lo sumo olvidarse si hay suerte y si nadie lo cuenta; de borrar todas las huellas que atestigüen nuestra existencia pasada y por desgracia aún presente y futura durante un tiempo. Y sin embargo no somos capaces de intentar dar cumplimiento a ese anhelo que ni siquiera nos reconocemos, o lo son tan sólo los espíritus muy valientes y fuertes, casi inhumanos: los que se suicidan, los que se retiran y aguardan, los que desaparecen sin despedirse, los que se ocultan de veras, es decir, los que de veras procuran que jamás se los encuentre; los anacoretas y ermitaños remotos, los suplantadores que se sacuden su identidad (‘Ya no soy mi antiguo yo’) y adquieren otra a la que sin vacilaciones se atienen (‘Idiota, no creas que me conoces’). Los desertores, los desterrados, los usurpadores y los desmemoriados, los que en verdad no recuerdan quiénes fueron y se convencen de ser quienes no eran cuando eran niños o incluso jóvenes, ni aún menos en su nacimiento. Los que no regresan.

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