La vecina Geraldine, por Renato Cisneros
La vecina Geraldine, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Estábamos doblando una esquina, a solo tres cuadras de casa, cuando de pronto la vi. Pasó a nuestro costado. Ágil, menuda, en zapatillas. Era ella, sin discusión. Lo supe por sus arrugas, sus vivísimos ojos verdes, su cerquillo que barría las cejas. “La mujer que acaba de pasar…”, le balbuceé a Natalia, sin creérmelo, “¡es Geraldine, la hija de Charles Chaplin!”. Volteamos enseguida y la vimos detenida en un semáforo, esperando para cruzar la avenida. “¿Estás seguro?”, preguntó mi esposa. “Segurísimo”, le contesté. “Entonces anda, dile algo”, me sugirió. “¡Rápido! ¡No seas tonto!”, agregó, al verme dudar. Yo, inmóvil, lerdo, sin ganas de importunar a la actriz, apenas atiné a consultarle de lejos: “¿Mrs. Chaplin?”, pero Mrs. Chaplin no me escuchó y se limitó a cruzar la calle y allí terminé de reconocerla por su forma de caminar, que era, como no podía ser de otro modo, absolutamente chaplinesca: los pasos veloces, las piernas oblicuas, los pies apuntando a los lados.

“¡Ya ves, ya se fue!”, me recriminó Natalia, mientras yo agachaba la cabeza, lamentando la oportunidad perdida, pensando en que quizá habría estado bien darle el alcance y, no sé, presentarme y declararme admirador de su padre, como si de esa manera pudiera estar cerca del espíritu del genio que hizo The Kid, Tiempos Modernos, El Gran Dictador, El inmigrante, Luces de la Ciudad, en fin, tantas películas memorables que en una época, pienso sobre todo en los primeros años de la universidad, no solo me hicieron reír, sino que me devolvieron cierto aliento y optimismo. Claro que también podría haber tenido la delicadeza de mencionar alguna cinta donde actúa la propia Geraldine –Candilejas Doctor Zhivago, La Edad de la Inocencia–, y hasta podría haberle dicho que soy admirador de su hija, Oona Chaplin, Talisa en Juego de Tronos; o de su primer marido, el director Carlos Saura; o de su abuelo, Eugene O’Neil, Nobel de Literatura 1936, cuatro veces ganador del Pulitzer, quien por cierto se enojó mucho el día que supo que una de sus hijas, con solo 17 años, se había enredado con un actor, un tal Charles Chaplin, de 54.

“Es la segunda vez que no me haces caso”, me recordó Natalia, en alusión a ese día, en Nueva York, en que fuimos a un concierto de la banda de jazz de Woody Allen y al final –tímido, perplejo, más bien ahuevado– me cohibí de saludarlo cuando todos los demás lo hacían y apenas me conformé con tocarle un hombro. Eso no fue lo peor. Para redimirme, de puro porfiado, fui a esperar a Woody a la salida del show. Estaba dispuesto a suplicarle un autógrafo, un selfie para la posteridad. Pero nunca salió. El que sí salió, inesperadamente, fue Mick Jagger, quien pasó a dos centímetros de mi ubicación, envuelto en abrigo y bufanda, calmado, solo, sin que yo atinara a disparar mi cámara, menos a pronunciar palabra.

A diferencia de mí, Natalia es de las que va y saluda sin remilgos, aunque a veces se ha llevado chascos. Un día, en el aeropuerto de Bahamas, se cruzó con una señora cuyo rostro se le hacía demasiado familiar. Después de observarla fijamente en la sala de espera, concluyó que se trataba de Miss Rosi, su vieja profesora de geografía en el colegio británico donde estudió. Le sonrió desde su lugar y miss Rosi devolvió el saludo, aunque con un gesto algo descolocado. Dos horas más tarde, ya en el avión, mientras veía en la pantalla Casino Royale, Natalia notó con sorpresa que miss Rosi aparecía en la película nada menos que como jefa de James Bond y solo entonces captó que la mujer a la que antes había creído reconocer no era su antigua profesora, sino la actriz Judi Dench.

Ahora que sé que Geraldine Chaplin pasa largas temporadas en Madrid y circula por mi barrio, estaré atento a un posible reencuentro. No para hablarle necesariamente, sino para verla pasar como lo que es: una hermosa mujer de 72 años que lleva el peso de su nombre con talento y discreción.

Esta columna fue publicada el 20 de agosto del 2016 en la revista Somos. 

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