Al momento de escribir esta columna, aún no se sabe si el actor Mario Valencia, conocido como Cristo Cholo, podrá cumplir con la clásica representación que ejecuta cada Viernes Santo. El Municipio de Lima le negó el permiso por el peligroso incremento del caudal del río Rímac y el riesgo de derrumbe en el cerro San Cristóbal, locaciones donde Valencia acostumbraba escenificar el bautizo y crucifixión de Jesús, respectivamente, desde hace 37 años.
Junto al esfuerzo individual del actor por encontrar un espacio seguro para su tradicional performance, cabría preguntarse si acaso no ha llegado el momento de peruanizar el vía crucis añadiéndole temática local al guion bíblico. Si resultara forzado todos los años, al menos podría intentarse cada cinco, cuando el calendario hace coincidir caprichosamente la Semana Santa con las Elecciones Generales, evento que en el imaginario colectivo nacional equivale a calvario y padecimiento, y donde –a diferencia de las Escrituras– hay muerte, mas no resurrección. Después de todo, ¿no es la política el más arraigado de nuestros ‘misterios dolorosos’?
Este 2016, el grupo Emmanuel –compañía teatral que acompaña al Cristo Cholo en su puesta en escena– podría haberse visto reforzado con un elenco de figuras extraídas del ámbito electoral, dotadas de inesperados recursos histriónicos y capaces de dramatizar vívidamente los momentos más subyugantes de la Pasión.
El presionado Pilatos que condena a Jesús y se lava las manos, por ejemplo, perfectamente podría haber llevado el chaleco del Jurado Nacional de Elecciones. Por no hablar de Judas Iscariote, papel para el que más de un postulante a la presidencia y el Congreso se encuentra espiritualmente sobrecalificado.
Los soldados que flanquean a Jesús y al final se rifan sus ropas podrían haber salido de entre los bailarines de hip hop de Factor K o entre los custodios de Alan, quien –siempre deseoso de interpretar a Dios– esta vez tendría que haberse resignado con hacer las veces de apóstol suplente o, en un rol más escenográfico pero decisivo, de piedra del sepulcro.
No vislumbro a otro mejor que Julio Guzmán –quizá solo Daniel Urresti– como el cirineo que ayuda a Jesús a cargar la cruz y que, oh pobre víctima de las circunstancias, acaba mereciendo la compasión y lástima de la multitud.
A la solitaria Verónica que se acerca a lavar el rostro del hijo de Dios solo le falta el apellido: Mendoza. Y entre las llorosas mujeres de Jerusalén que se lanzan a los pies de Cristo, hay lugar para todas, desde Anel hasta Lucianita, pasando por Marisol Espinoza y Lourdes Alcorta.
En este ejercicio imaginario del casting de Pascuas que pudo ser, Yehude Simon resulta clave: su look de discípulo veterano lo hace dúctil para interpretar con igual acierto a Pedro, Juan o Mateo.
Como relleno, después de los extras del ‘público’, iría Nano, moviendo sus cadenas como maracas. Y más atrás, PPK y Barnechea serían ideales para encarnar a esos romanos notables que siguen desde sus balcones y poltronas las incidencias de cuanto ocurre.
Toledo, en cambio, tendría un reto actoral mayor. Siempre expeditivo ante el musical enunciado ‘tengo sed’, se encargaría de preparar el vino mezclado con mirra que Jesús toma en el cruz. Antes, Acuña ya despojó al sentenciado de sus vestiduras asegurando vivamente que son suyas (también reclamaría como propias las siete palabras que los evangelistas adjudican a Cristo).
Corresponde al lector asignarles rostros a los delincuentes que se sitúan a los lados de la cruz mayor. Hay de dónde escoger. Imagino al ladrónbueno clamando misericordia,asegurando que ‘roba pero hace obra’, mientras el ladrónmalo, honesto involuntario, evitaría todo signo de arrepentimiento bajo la excusa de ‘nosotros matamos menos’.
Entonces vendrían el temblor, el miedo y la oscuridad.
Esta columna de Renato Cisneros fue publicada en la revista Somos. Ingresa a la página de Facebook de la publicación AQUÍ.
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