POR CAETANO VELOSO Publicado en el diario O Globo / GDA

Fue en Londres que entré en contacto con la música de The Velvet Underground. Tal vez era el año 1970. Aunque es muy posible que Artur y Maria Helena Guimarães me hubieran mostrado antes un disco de ellos con Nico, de 1967, que después Ezequiel Neves tocaría con mucha frecuencia en nuestras vitrolas. Me gustó inmediatamente el tono sombrío y violentamente urbano de las canciones y los sonidos, la voz y la figura de Nico (a quien ya conocía de “La dolce vita”) sumándole misterio y encanto. El rostro de esa rubia de Fellini, además de las películas underground de Andy Warhol, componía un ambiente estético fascinante, que teñía la música del grupo de una calidad diferente a todo, algo que personalmente ya me gustaba del rock inglés. Lou Reed apareció allí para mí, en el centro de esa aventura creativa tan diferente del mundo medio rural, medio onírico del rock post Beatles.

Lou Reed murió. Cuando pienso en cuán lejos estaba yo de poder entender la belleza de su arte en los años setenta (capacidad que se desarrolló lentamente y que exigió que yo entrase en contacto físico con la ciudad de Nueva York, lo que solo sucedió una década después), quedo asombrado con el hecho de que lo haya llegado a conocer personalmente y que haya llegado a intercambiar percepciones artísticas con él. Es más perdonable que él llegase a conocer tardíamente a un cantante latinoamericano, pero no lo es tanto que a ese mismo cantante le haya tomado tanto tiempo conocerlo a él. Que los dos se hayan encontrado tiene algo de maravilloso.

Laurie Anderson había llegado al Brasil con la película Home of the Brave y me la presentaron. Laurie iría luego al primer concierto que yo daría en Nueva York. Era con el Totalmente demais: yo solo con mi guitarra y hablando entre canción y canción, tan al estilo stand-up comedy como los antiguos shows de Juca Chaves y Ary Toledo. Muchas personas adoraban esos temas suaves con cuerdas de nailon, y tanto acá como allá no faltaba quien te decía que prefería eso a cualquier formación chelo-percusión o a cualquier banda indie. Cuando fui con Jaques Morelenbaum y Márcio Vítor y compañía, ella llevó a su marido a vernos. Al final, Lou y Laurie irían al apartamento en el que almorzaríamos y él me habló del show. Lou es una figura tan importante en la historia de las personas del mundo contemporáneo, tiene tal estatura histórica que no me atrevería a contar lo que me dijo. Felizmente Laurie estuvo allí para reír un poco y decir con gestos que la locura era de él, que ella más que nada era mi camarada más allá de haber encontrado divertidos mis discursos en los conciertos vistos años antes. Cuando regresamos a Nueva York con una formación semejante, ellos estarían allí. Y cuando fui otra vez con la banda Cê, idem. Aunque en ese último caso, como en Não me arrependo hacíamos una mención a la línea del bajo de Walk on the wild side, su reacción feliz saldría hasta en el “New York Times”.

Una tarde, el intercomunicador de mi departamento en Nueva York sonó. Eran Laurie y Lou que estaban paseando a su perrito y pasaron para conversar un rato. Lou contó un chiste, pero yo no me reí mucho porque no entiendo bien el inglés hablado (aunque mis diálogos en el “Totalmente demais” daban la impresión de que entiendo todo lo que me digan en inglés, no es así): Laurie se rio de él y dijo que siempre estaba contando chistes sin gracia. Eran un matrimonio sereno, muy americano, con un perrito como mascota. En todas esas ocasiones, conocí la sonrisa de Lou, algo que muchas personas creen inexistente. Y en un show suyo en Valencia en el que él tenía una chelista y declamaba versos de Poe fui conociéndolo más en el backstage. Él reía a boca abierta, feliz con la recepción del público. La sonrisa de Lou es un tesoro que guardo conmigo.

Puedes leer la columna completa aquí.