Luis Quequezana: el hombre orquesta existe
Jaime Bedoya

El primer recuerdo musical de es el de la frustración. Tartamudo y tímido, se consideraba un negado para la música. Unas pésimas clases, de aquellas que vienen en el paquete multiuso de vacaciones útiles –karate, marinera, flauta dulce– lo habían convencido de que Euterpe, la musa de la música, lo tenía perfectamente ubicado en la ‘friendzone’. Con él no era. Entonces llegó el asma.

La apremiante situación bronquial de su hermano Alfredo obligó a la mudanza familiar a Huancayo. Ahí tuvo acceso a una zampoña pero a manera de juguete, no como materia de aprendizaje. El instrumento no requería de otro impulso que la propia respiración para hacer música. Además la zampoña obligaba a socializar: alguien debía tocar la parte de arriba, alguien la de abajo. Lo que para el zampoñista se llama el trenzado. Y en la vida diaria, empatía.

La zampoña lo llevó al charango y este a su hermano mayor, la guitarra, inicialmente dentro de los terrenos de la música andina. La familia regresó a Lima y los sonidos del barrio, el Rímac, se agolparon, reunieron y conversaron: Michael Jackson, The Police y Armonía 10 le empezaron a revelar el espíritu invisible de las canciones. Y todas tenían que ver con lo mismo: la estructura dodecafónica.

Quequezana veía en su cabeza cómo el charango dialogaba con el bombo tal como la batería sostenía la guitarra de David Gilmour en Pink Floyd. La zampoña le había dado el abecedario para entender todo tipo de literatura musical. Así empezó a componer música a los 13 años. Sus padres, naturalmente, se empezaron a preocupar.

Tocaba de seis a ocho horas diarias. La música le hizo perder la noción del paso del tiempo. Con su hermano ya tenía una banda colegial, Kuntur Wasi, nombre en quechua según inspiración de la atmósfera ochentera. La música lo estaba salvando de la timidez y de una tartamudez que ya era solo recuerdo.

Al salir del colegio quería ser músico, lo que exacerbó la alerta paterna. La respuesta fue de reglamento: Olvídate, te vas a morir de hambre.

ESTUDIA ALGO Y LUEGO HAZ OTRA COSA

El cartón universitario supuso una transacción consensuada. La vieja fórmula de “termina la universidad y luego haz lo que quieras”, manera adulta de decirle al joven: primero aprende algo y luego desperdicia tu vida de la manera que creas conveniente.

Ingresó a la Universidad de Lima para estudiar Administración de Empresas. Lo que inicialmente parecía una edificante pérdida de tiempo tuvo su contraparte benéfica. Conoció al compañero que lo abastecía de casetes con música que no había oído antes: el jazz. Para entonces Quequezana era musicalmente promiscuo y polígamo. Tocaba batería en un grupo de rock, bajo en una banda de ‘latin’, y su charango emulaba la guitarra de Pat Metheny. ( 1 )

Quizás por aquello de su debilidad por las estructuras, empezó a desarrollar una obsesión con bandas sonoras de películas, regodeándose con las creaciones de grandes como Ennio Morricone y Danny Elfman. Desmenuzaba las bandas sonoras, preguntándose por qué el autor había decidido en ese momento meterle metales, maderas o vientos, deconstruyendo y volviendo a armar secretamente en el interior de su cráneo las bandas enteras de cada película. Iba al cine, regresaba a casa y las volvía a tocar con esa sola oída.

Durante muchos años le había temido al piano. Lo consideraba el equivalente a un smoking: formal, distinguido, fuera de su alcance. Un día alguien de su banda le dejó un teclado en casa para que se lo cuide. Él y el teclado se miraban como si estuvieran en un ‘saloon’, separados por un plato de espaguetis y dirigidos por Sergio Leone. Hasta que Quequezana dijo: No, compadre, uno de los dos tiene que disparar primero. Se puso a buscar en las teclas las notas que ya conocía del traste de la guitarra, ubicó el do, el re y el mi, y se puso a componer.

Ludofónico supone la complicidad en escena de la Orquesta Sinfónica Nacional, su director Fernando Valcárcel y el mismo público como parte de ella.

Días después le contaba a su banda, sentado a un piano, de la nueva canción que había compuesto. La ejecutó.

Al terminar, sus compañeros lo miraban medio asustados. –¿Qué pasa? –preguntó Quequezana– ¿No les gusta? –Es que hasta ayer tú no sabías tocar piano –le dijeron. –¿Verdad, no? –reparó Quequezana. No entendió aquella disposición musical como un don divino. Era solo la posibilidad de entender cómo funcionaba la música desde una perspectiva distinta. Y lo más importante, que con el piano había perdido el último de sus miedos musicales. La última frontera.

NO LLAMES, LO LLAMAMOS NOSOTROS

Ya había dejado la facultad de Administración y ahora estaba en la de Comunicaciones, coartada académica afín a su exploración musical. Grabó un disco para postular a una beca de la Unesco, meta que logró en el 2005. Fue con el proyecto Sonidos Vivos, para el cual tuvo dos meses para buscar músicos de todo el mundo y hacer un concierto juntos y con música propia. Un vietnamita, un chino, un turco y dos canadienses conformaron la banda de lo que la Unesco consideró el mejor proyecto en la historia de esa beca.

Empezó a hacer giras con ellos desde los 22 años. Lo bueno es que los profesores de Comunicaciones –Ricardo Bedoya, Augusto Tamayo, Julio Hevia y Fernando Tuesta–, comprensivos y con buen oído, le decían: Ándate corriendo, haz tu música. Estuvo de gira cinco años con ese proyecto. Era para él la confirmación final de que la música tenía una fuerza integradora poderosísima.

Puso Sonidos Vivos en ‘stand by’ para permitirse un regreso a su país. Aquí nadie lo conocía. Literalmente nadie. Apostó por lo fundamental: la gente tiene que escucharme, sentir en persona la energía directa del sonido. Se acercaba a bares y pubs para ofrecer sus servicios y le preguntaban: –¿Qué covers tocan? –Ninguno. Solo música propia. –¿Quién canta? –Nadie, es música instrumental. –Te llamamos el lunes.

Quequezana estuvo por la redacción de El Comercio, interpretando una versión portátil de su propuesta.

Sin embargo, en algunos lugares sí lo recibieron. Y funcionó. El boca a boca fue intenso, la concurrencia no solo se mantenía, sino que iba creciendo de concierto a concierto. Envalentonado, le dijo a su hermano Alfredo: Toquemos para más gente, toquemos para mil personas, cifra que por entonces le sonaba al aforo de un estadio. En el 2007 trajo a sus músicos de Sonidos Vivos para un concierto en el teatro del Centro Cultural Peruano Japonés. Sin un solo auspiciador. Sin publicidad. Solo Facebook y el boca a boca, casi lo mismo. Fue un lleno total.

Entonces recordó el disco que había grabado para postular a la beca, el cual nunca llegó a las tiendas. Lo lanzó al mercado en el 2011. El CD de música instrumental se convirtió en récord de ventas. La prensa lo anunció bajo el curioso título de “músico peruano le gana a Justin Bieber”. La obra de Quequezana fue disco de oro y de platino. ( 2 )

“Voy a sacar un nuevo disco”, dijo Quequezana. Pero esta vez iba a dejar que fueran los fans quienes lo graben. Hizo la convocatoria por Facebook, cada interesado ensayaba desde su casa y cada contribución se iba agregando a la pista. Así nacieron el tema “Ruta pirata” y el álbum “Combi” (2014). Con este trabajo llegó a Las Vegas, nominado al Grammy Latino. El dilema fue que en el mismo hotel, el MGM Grand, y en el mismo día de la premiación, se presentaba uno de sus artistas más admirados. No era un músico. Era el mago David Copperfield. Quequezana es mago amauter y fanático del género. No fue al Grammy. Pero se dio el gusto de subir al escenario para ver a centímetros de distancia cómo Copperfield desaparecía un auto.

FÍRMAME EL CAJÓN

El dogma quequezaniano dicta que la música peruana no es solo la música tradicional. Música peruana es toda aquella que se hace en el Perú. Sus seguidores también ya entendieron eso, lo que explica que cuando lo busquen para un autógrafo no lo hacen llevando un disco o una hoja de papel, sino un instrumento: una conga, una guitarra, una flauta traversa.

Su intención no es convertir en músicos a todos, sino ayudarlos a perder el miedo a la música. Es lo que le tocó vivir y lo que le permitió una conexión directa con su identidad personal y peruana. En el 2012, Quequezana estrenó un programa de televisión por cable, “Prueba de sonido” (Plus TV). En él ha llevado a la práctica su visión musical, del que quedan ediciones notables, como la dedicada a Pablo Villanueva (a) Melcochita, sonero y hace poco reconocido ministerialmente como digno de cultura, o la vez que intervino un mercado para ofrecer un refrescante concierto a sus compradores. Aunque ninguno tan conmovedor como el Concierto para el Silencio, en el que Quequezana puso la quemada de cerebro al servicio del prójimo: se trató de una presentación que ideó y ofreció para niños y alumnos de un colegio para sordos. Él empieza el programa expresándose con el lenguaje de signos. Explica el proceso contrafáctico de componer música no para oír, sino para sentir. Luego los niños, premunidos de globos a manera de reverberadores y gracias a parlantes e instrumentos que generan frecuencias graves, conocen por primera vez el prodigio de la música. Las caras de esos niños valen mil becas de la Unesco o un millón de empleos de la FAO. 

De eso trata Ludofónico. De jugar con los sonidos, tal como le pasó a Quequezana con una zampoña en Huancayo, para descubrir la música como un lenguaje personal y posible antes que un inalcanzable código intelectual. En esta oportunidad Ludofónico se zambulle en el universo sinfónico gracias a la complicidad del director de la Orquesta Sinfónica Nacional, Luis Valcárcel. Se trata de un espacio liberado de todo tipo de prejuicio y barrera contra la música, donde cualquiera del público puede acabar dirigiendo la orquesta, mientras que el resto dicta la melodía.

Para llegar a esto –entender y difundir la música como un elemento esencial y alcanzable–, Quequezana ha tocado tantos instrumentos como puertas. No todas se han abierto, pero el proyecto lúdicamente demente de Quequezana ha funcionado: su caso es un fenómeno del boca a boca y rescatable excepción de la babosería masiva de la que Facebook hace gala. Lo importante es que las puertas correctas son las que siempre se han abierto. Estas a veces son mentales. Y suponen oír la música que nos rodea y alivia a pesar de que no nos demos cuenta. Para Quequezana, por ejemplo, ese sonido que produce el viento cuando la ventana del auto no está cerrada del todo y se cuela un susurro melódico y tributario de la velocidad. Algo así como un sssssSSSsssSS. Música.

( 1 ) Eximio guitarrista de jazz norteamericano. Veinte premios Grammy en su haber.

( 2 ) Quequezana lideraba el ránking. Segundo, la banda Coldplay con “Mylo Xyloto”. Tercero, el insufrible Bieber con “Under the Mistletoe”.

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