ENRIQUE PLANAS

A Francisco Sánchez no le gustan las entrevistas. Sin embargo, desde Madrid, dice por teléfono que hablar con un latinoamericano es para él “un gustazo”. En ese momento, uno intenta disimular la emoción propia de quien conversa con un genio. Para romper el hielo, le pregunto a Francisco Sánchez, conocido universalmente como Paco de Lucía, qué se siente tener una estatua levantada en su honor en su natal Algeciras. “¡Hombre! –exclama– ¡La verdad, que me hagan una estatua o me den premios son cosas que me dan vergüenza!”, confiesa quien fuera reconocido con el Príncipe de Asturias de las Artes en el 2004.

¿Cómo enfrenta esas enormes manifestaciones de cariño? Cariño es lo que todos vamos buscando. Si trato de pasarme tantas horas en el estudio dándole tantas vueltas a un disco para que lo disfrute la gente, es porque busco cariño.

Esta es una frase suya: “Yo me alejo de todo lo que me haga recordar a Paco de Lucía. Yo reivindico para mí a Francisco Sánchez” ¿Cómo vive esa relación con su personaje? Es algo complicado. Paco de Lucía es el personaje que se sube al escenario y muestra lo que mejor sabe hacer. Y Francisco Sánchez es el hombre al que le gusta emborracharse con los amigos, que se ríe en la calle, el que quiere ser uno más del grupo.

¿Qué no le gusta de Paco de Lucía? No poder estar tranquilo en un sitio, porque inmediatamente te miran, te piden autógrafos. Ahora que están de moda las fotos con los iPhones, por donde vayas es una foto tras otra. Es incómodo. Siempre he tratado de vivir dentro de Francisco Sánchez. Es más auténtico. Lo otro es superficial.

Pero Francisco sabe cuánto le debe a Paco de Lucía. Al final, es él quien paga las cuentas… [Ríe] Es cierto. Es una suerte tener a Paco de Lucía a mi lado. Me saca de muchos atolladeros y de muchos problemas. Me hace la vida más fácil.

Usted ha dicho que se metió a guitarrista para esconderse detrás de una guitarra. ¿Es realmente tan tímido? Por desgracia es verdad. He sufrido tanto siendo un niño gordito, que no me apetece para nada presumir de eso. Lo que pasa es que uno aprende a no parecerlo. La experiencia es la gran ventaja de hacerse mayor. Ahora parezco hasta extrovertido, pero hay una gran carga de inseguridad que viene de la niñez.

Muchos rasgos de su genio vienen de la infancia. Y de su infancia viene también el recuerdo del hambre. ¿Fue un estímulo para convertirse en guitarrista? Es el mayor estímulo que puede tener un niño. Hay mucha gente que presume de lo que ha sufrido, que, a pesar del hambre, han conseguido ser grandes en la vida. ¡Es todo lo contrario! Gracias al hambre es que uno llega a ser grande. Siempre y cuando el hambre no te aniquile.

¿Hay que recordar siempre el hambre sufrida? Hay que tenerla presente siempre. Sobre todo pensando en quiénes la están pasando ahora. Si tú sabes qué es pasar hambre, entiendes el sufrimiento de los demás. Aquellas lágrimas de mi madre porque no había para comer fueron para mí el estímulo más grande. Cuando crecí y empecé a ganar dinero, me dije: “¿Y ahora qué? ¿Cuál es el estímulo?”. Entonces decidí tratar de ser un músico de verdad. Ya el estímulo no era la barriga, algo que se llena rápido. Era tratar de contentar tu espíritu con el arte, algo ya más difícil. Y allí sigo.

Hace mucho que no recorría Latinoamérica en una gira. ¿Por qué? ¡Hace como 15 años! Ya empiezan a cansarme los viajes tan largos. En Europa, los teatros eran maravillosos, la organización increíble y el sonido perfecto, pero yo me aburría como una ostra. Estaba loco por irme a Latinoamérica, a pesar de todo el caos en la organización de aquellos primeros conciertos. El sonido podía ser precario, pero yo era el más feliz del mundo. En Latinoamérica siento la alegría de estar vivo.

¿Qué recuerda del viaje al Perú cuando descubrió el cajón? Eso fue decisivo. No solo para mí sino para la música en general. Siempre le llamo “el cajón peruano”. Hay mucha gente que no sabe de dónde es el cajón, y yo siempre lo estoy reivindicando. Siempre hablo de Caitro Soto, que fue quien me lo vendió. Lo vi por primera vez en una fiesta en la Embajada de España en Lima, donde estaba con Chabuca Granda. Y tocó el cajón. Allí me dije: “Este es el instrumento que necesita el flamenco”. Hasta entonces, usábamos los bongós y las congas, pero aquello era más caribeño, no sonaba a flamenco. Advertí que el cajón tenía el sonido grave de la planta del pie de un bailaor y también el agudo de su tacón. Imaginé al músico gitano tocando su cajón sentadito, llevando el instrumento bajo el brazo a cualquier fiesta. ¡Incluso lo podía usar de mesita en cualquier rincón de la casa! Era perfecto. Sé que hay mucha gente en el Perú que dice que los flamencos nos hemos robado el cajón, pero no es así. Yo siempre, a mucha honra, hablo del cajón del Perú. Estaré siempre agradecido por aquel viaje y aquella noche puntual en la que pude descubrir ese instrumento que ya no solo tocan los flamencos. Ahora cualquier grupo de rock, pop o de la música que sea tiene un cajonero.

Lee la entrevista completa en la edición de hoy de Luces.