Oscar: nuestra crítica de "Joy", filme con Jennifer Lawrence
Sebastián Pimentel

Convertida ahora en Joy Mangano –para variar, un personaje de la vida real y que le ha valido su reciente nominación al Oscar 2016–, es una humilde ama de casa de Long Island que echa sobre sus espaldas a sus pequeños hijos y a una familia disfuncional llena de fracasos sentimentales y profesionales. No hay que ser muy astuto para adivinar, entre las recriminaciones constantes, a Joy como una buena para nada por parte de sus padres, el tema del filme: la fuerza de voluntad que permite a una mujer sin estudios buscar el éxito a punta de talento, persistencia y convicción.

David O. Russell –quien llegó a convencer con su melodrama del 2010, “El peleador”– no es un director improvisado. Es un conocedor de los recursos audiovisuales –sobre todo, los de “Buenos muchachos” y otros títulos de Scorsese–, esos que permiten convertir un guion flojo y simplista en un artefacto sofisticado. Una muestra: los personajes de las telenovelas que ve la madre (Virginia Madsen), muy parecidos a los de “Falcon Crest” o “Dallas” –estamos en los años setenta y ochenta–, se salen de pantalla y, con sus peinados y vestuarios estridentes, pasan a engalanar las pesadillas de Joy.

Las cámaras y los montajes de Russell se mueven con soltura. En ese vaivén, que roza el videoclip, es que se entremezclan las vidas falsas de ‘soap operas’ y las correrías domésticas de Joy. Y, como en “Escándalo americano”, el filme pretende ser una montaña rusa de sonrisas y llantos. Emociones que de tan previstas y rápidas no se dejan captar, siempre al compás de cambios de foco y nieves de utilería que funcionan como un reloj –estas últimas, las nieves de utilería, muy necesarias para ese efecto onírico que procura una experiencia aún más complaciente y confortable–.
Esta última palabra es clave. Confortabilidad es lo último que produce un buen drama o una película que, además de divertida, no quiera ser una más del montón. La crítica incomoda. Y eso es lo último que hace “Joy”. Y no hablamos de un prurito ideológico.

Algunos profesores de Estudios Culturales advertirían sobre el dogma capitalista que ordena detrás de las inocentes imágenes: “Sé un emprendedor, confía en ti, nunca te rindas y triunfarás”.  En realidad, eso es lo de menos. El cliché de “Joy” se entroniza porque está reducida al plano abstracto de la mujer sin defectos, sin una verdadera humanidad. Esta mujer es demasiado buena, casi santa. Ni siquiera su trato con la mafia de Texas ensucia sus diálogos. Mártir y heroína, cuyos sufrimientos no pasan de unos pocos segundos de cansancio. Ella se sobrepone sin cesar y la película vuelve a su esquema de ruleta de casino: gana y pierde, pierde y gana, gana y pierde… Ya sabemos cuál será el final.

Pero es mejor no caer en el vicio maniqueo que le reprocho a Russell. No todo es tan seductor y vacío. Algunos apuntes tienen mérito: por ejemplo, todo ese mundo de televentas que lidera el ejecutivo que encarna Bradley Cooper, con sus escenarios hollywoodenses que hacen de la mercadotecnia una cultura del espectáculo –algo que termina justificando, en cierto sentido, el recurso a los personajes de plástico que se salen de la pantalla–. Otro elemento a rescatar es Jennifer Lawrence. A pesar de que no coincidimos con los méritos para la nominación que ha conseguido en el Oscar, y a pesar de la idealización a la que se presta, logra dar momentos de genuino frenesí y ternura para lo que, de otra forma, solo habría sido un juego de luces aún más impersonal. 

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