“Toy Story 4” rompería una tradición de Pixar al no estar precedido por un corto animado. (Foto: Pixar)
“Toy Story 4” rompería una tradición de Pixar al no estar precedido por un corto animado. (Foto: Pixar)
Enrique Planas

En alguna visita al Museo del Juguete de Trujillo, fundado hace 17 años por el pintor Gerardo Chávez en una casona colonial del jirón Independencia, recuerdo haber coincidido con una familia que miraba un caballo de balancín. Frente a la vitrina, estaban el abuelo, el padre y sus niños de 8 o 9 años. El hombre mayor, de repente, se exaltó porque ese juguete resultaba idéntico al que había tenido él en su infancia. El súbito ataque de nostalgia conmovió a su hijo, mientras que sus nietos descubrían que el abuelo había sido, alguna vez, un niño como ellos.

La escena vuelve mientras escribimos estas líneas a propósito del estreno de la cuarta entrega de “Toy Story”. Sabido es que la fórmula de Pixar consiste en crear historias que diviertan a los niños, pero, al mismo tiempo, conmuevan profundamente a los adultos. En el caso de esta saga, que puso a Pixar Animations Studios en el mapa en 1995, este ideario se expresa más claramente: Nada resulta más transversal que nuestro amor por los juguetes, a fin de cuentas, todos hemos sido niños. Así lo planteó John Lasseter, quien escribió y dirigió la primera y segunda entrega, guionizó la tercera, y que, tras salir recientemente de Pixar tras ser acusado de acoso sexual (sí, también él), entregó la posta al director Josh Cooley para esta cuarta entrega.

“Toy Story 4” rompería una tradición de Pixar al no estar precedido por un corto animado. (Foto: Pixar)
“Toy Story 4” rompería una tradición de Pixar al no estar precedido por un corto animado. (Foto: Pixar)

Los juguetes están hechos para sacarlos de su caja. Pero una vez fuera, el tiempo los va enriqueciendo con capas de memoria. Gracias a esta pátina se convierten en símbolos de un tiempo feliz, nos devuelven los tiempos de la infantil irresponsabilidad. Aquellos sobrevivientes al maltrato y al óxido, nos devuelven pedacitos de experiencias pasadas.

Hoy, el mundo virtual se ha hecho un lugar en el entretenimiento infantil, desplazando de su lugar a los juguetes palpables. Así, los patines, los caballos de madera, los trenes eléctricos, los autos de lata made in Japan, los osos de felpa, se han convertido en piezas de museo u objetos de culto para coleccionistas. ¿Y qué hacemos nosotros repitiendo todas estas obviedades si, justamente, han sido John Lasseter y su equipo los que reciclarpn todas estas nostalgias para animar las historias protagonizadas por un Sheriff vintage y un guardián espacial? Detrás de la divertida anécdota, Toy Story nos habla del miedo a la obsolescencia, del inevitable paso del tiempo, del cómo recuperarnos tras el abandono.

Todos, de alguna manera, somos juguetes rotos. Y la vida nos obliga a adaptarnos a los juegos de nuestro tiempo. Preguntándonos por aquel juguete entrañable, que conservamos físicamente o como un buen recuerdo, recurrimos a escritores peruanos que no han perdido esa locura infantil del distraerse jugando. Ni las mudanzas ni los exilios han conseguido a que sus juguetes favoritos se les acabe la cuerda. Aquí sus historias.

Jorge Eslava: un caballo que no era el del Llanero Solitario 
Después de que mi padre se apareció con este caballo pinto —en las navidades del sesenta—, ya no pude seguir siendo El llanero solitario, mi ídolo del wéstern televisivo. El caballo era fuerte y hermoso, pero estaba muy lejos de parecerse a Plata, la límpida bestia del enmascarado. Tuve que cambiar el caballo de palo de mi primera infancia, aprender a montar un ejemplar de fabricación inglesa que subía y bajaba según apretaba las espuelas y, sobre todo, adquirir otro nombre ficticio que sintonizara bien con el sombrero de fieltro negro y mi pistola colt 45. Ahora es una joya en mi colección de vejeces, que apenas llama la atención a mis nietos.

Jorge Eslava cabalgando el gallo pinto que le regalara su padre en la Navidad de 1970.
Jorge Eslava cabalgando el gallo pinto que le regalara su padre en la Navidad de 1970.

Carlos López Degregori: soldaditos de plomo que aún protegen 
“Cada vez que lo lanza / cae en el centro del mundo”, Dice Octavio paz en un poema que se llama Trompo. Creo que algunos juguetes son el secreto de un mundo y una existencia que vislumbramos por primera vez en la infancia y hemos decidido guardarlos como testigos. En mi caso son unos soldados de plomo. Los recibí a los nueve o diez años y aún me protegen. Debo confesar que a veces busco más en la cachina para formar un pelotón que me acompañará hasta el fin de mis días.

Poeta Carlos López Degregori y los sobrevivientes de su pelotón de soldaditos de plomo.
Poeta Carlos López Degregori y los sobrevivientes de su pelotón de soldaditos de plomo.

Renato Cisneros: la pistola del sheriff y las figuras de acción 
Ninguno de mis juguetes más queridos sobrevivió a mi infancia. Ni el auto del zoológico. Ni las pistolas de sheriff. Ni el laboratorio de científico. Ni el sombrero de mago. El descuido, la torpeza, el tiempo y las mudanzas fueron confinándolos a su destino irremediable: convertirse en objetos perdidos, aunque no olvidados. Quizá el haberlos extraviado fue lo que inspiró, años más tarde, mi espíritu de coleccionista de figuras de acción; como si el hecho de juntar nuevos muñecos –esta vez de adulto¬– pudiera resarcirme de haber abandonado aquellos primeros artefactos. Lo único que me ha quedado de esos años son los libros. Ahora bien, si los libros califican o no como juguetes, es materia prevista para otra discusión.

La pistola del sheriff, juguete que encandiló a las generaciones que tiempos en que jugar con armas era inocente.
La pistola del sheriff, juguete que encandiló a las generaciones que tiempos en que jugar con armas era inocente.

Susanne Noltenius: trucos de magia que no sorprenden a sus hijos
Cuando tenía 8 o 9 años, mi padre trajo un juego de magia de uno de sus viajes a Alemania. Aprendí todos los trucos y los actuaba en cada reunión familiar. Encantaba a mis padres y tíos desapareciendo conejitos de esponja en un vaso con doble fondo o haciendo saltar la varita mágica mediante un resorte oculto. Quizá ese acto de mentir para convencer fue un primer paso hacia la ficción. He guardado el juego con la esperanza de que mis hijos se interesen en él, pero ninguno lo ha hecho. La magia es solo para brujas.

Suzanne Noltenius y el juego de magia alemán que aún conserva.
Suzanne Noltenius y el juego de magia alemán que aún conserva.

Nataly Villena: la casita de la Familia Feliz
Era una casa a la que se le podía quitar el techo. Se veían las habitaciones decoradas y los pequeños muebles que acomodábamos cuidadosamente para simular la vida de esos personajes: madre, padre, niña y niño, un perro. La casa era el epicentro de las historias, pero un carro los llevaba con frecuencia al jardín, la selva virgen, la aventura. Después volvían a ese lugar precioso y sin paredes que los primos nos envidiaban. Años después, algunos recordaban nuestra familia feliz: el perro blanco con una correíta marrón, la madre con los cabellos atados, los niños y sus cuerpecitos redondeados de baquelita, el placer de imaginar.

"La casita de la Familia Feliz", juego de Fisher Price que Basa distribuía en el Perú a inicios de los años ochenta.
"La casita de la Familia Feliz", juego de Fisher Price que Basa distribuía en el Perú a inicios de los años ochenta.

Santiago Roncagliolo: los pistoleros desaparecidos 
Me he mudado demasiado para conservar nada. No tengo ni fotos de infancia. Pero mi primer estudio para trabajar era muy pequeñito. Así que lo decoré con muñecos y juguetes. Eran los únicos adornos que cabían. Y siempre he pensado que el estudio de un escritor es un cuarto de juegos. Siendo yo un narrador con debilidad por el thriller y la novela negra, todos eran juguetes bastante oscuros: un muñeco articulado de Edgar Allan Poe, otro del Jason de Martes 13 con máscara y machete, los dos pistoleros que encarnan Travolta y Samuel Jackson en Pulp Fiction... Ahora que lo pienso, llegué a hacerme con una colección de más de cincuenta muñecos espeluznantes. Pero cuando vendí el estudio, deje dentro todo lo que tenía. Nunca me aferro a los fantasmas del pasado. Ni a los vampiros. Ni a los sicarios.

Figuras de acción de John Travolta y Samuel Jackson como los sicarios Vincent Vega y Jules Winnfield de "Pulp Fiction"
Figuras de acción de John Travolta y Samuel Jackson como los sicarios Vincent Vega y Jules Winnfield de "Pulp Fiction"

Martín Roldán Ruiz: el soldado sobreviviente
Conservo todavía un soldadito de plástico de los muchos que tuve. Por el casco y el uniforme plomo Wehrmacht, era un alemán de la Segunda Guerra que apuntaba su Máuser donde yo lo emplazara. Solía jugar con su regimiento en la azotea del edificio donde vivía en Breña, y que hoy ya no existe. Demoraba horas armar sus formaciones, trincheras y fortificaciones. Luego agarraba unas canicas y como si fueran misiles los hacía volar. Lo cual me hacía pensar lo fácil que era destruir en minutos lo que había costado horas construir. En uno de esos bombardeos se perdió durante años hasta que lo encontré una tarde que estaba en la misma azotea, pero ya no jugando a la guerrita. Hoy anda en algún cajón de mi habitación, apareciendo y desapareciendo cuando quiere, como los fantasmas de guerras pasadas.

Martín Roldán y el último de los soldados del regimiento de su infancia.
Martín Roldán y el último de los soldados del regimiento de su infancia.

Gustavo Rodríguez: el Mach 5 que regresó
Quizá porque en mis primeros años no tuvimos auto —o porque ser taxista era mi oficio soñado— mis juguetes favoritos tenían cuatro ruedas. Gracias a mi Mach 5, la mesa de la cocina fue el escenario de la carrera alpina y Meteoro se hospedó para siempre en mi mente.
Hace mucho se perdió en una mudanza, pero la generosa madre de mis hijas me trajo uno idéntico en un viaje.
El carrito descansa en mi mesa de noche, con el motor ronroneando, a la espera de coincidir con alguno de mis sueños.

Gustavo Rodríguez y el auto de carreras que volvió a la mesa de noche (Foto: Malú Rodríguez)
Gustavo Rodríguez y el auto de carreras que volvió a la mesa de noche (Foto: Malú Rodríguez)

Marco García Falcón: los ladrillos como metáfora
Eran los “legos” argentinos de moda en los setentas. Para cumpleaños y navidades siempre pedía una caja más. Armaba muchísimas cosas con perseverancia e imaginación, y a mi mamá le gustaban tanto que quería ponerles pegamento para perennizarlas. Mi gran sueño era construir una casa del tamaño de un cuarto. Nunca lo logré, aunque levanté un par de paredes. Quizá por eso me ilusionó tanto que mi hijo Nicolás se obsesionara con los legos. Por un tiempo pensé que aquellos “ladrillos” eran un sucedáneo de las palabras. Ahora sé que me quedé corto: eran una metáfora de la vida.

"Mis ladrillos", la versión argentina de los populares Lego.
"Mis ladrillos", la versión argentina de los populares Lego.

Ivan Thays: el héroe masticado e inolvidable
Eran soldados del ejército, cruzados medievales, legionarios del desierto, indios y vaqueros, pero para mis padres siempre fueron los “chunchitos”. Tenía una bolsa enorme llena de trescientos muñecos de plástico, mi tesoro. Desde San Miguel hasta Surco, cinco veces por semana, tres horas ida y vuelta, en la parte de atrás de la camioneta, junto a mi amigo Edwin, creábamos batallas impresionantes. Al final, siempre sobrevivía uno: un legionario color naranja con las piernas abiertas (para un caballo que nunca existió), el rostro cubierto y un sable en la mano. Masticado, sucio, cansado, fue el héroe de todas las batallas y mi juguete inolvidable.

Soldados del ejército, cruzados medievales, legionarios del desierto, indios y vaqueros, todos en la misma bolsa.
Soldados del ejército, cruzados medievales, legionarios del desierto, indios y vaqueros, todos en la misma bolsa.

Cesar de María: el sacrificio de los soldaditos verdes
A los cinco años, cuando murió mi padre, en el momento en que me lo contaron estaba jugando con unos soldaditos verdes, de esos que aparecen en Toy Story y a los que en cada historia les creaba la personalidad que convenía. Recuerdo que escuché la noticia y simplemente seguí jugando hasta que me dormí con ellos, inventando una larga historia. Y nunca más nos separamos.
Ellos fueron los primeros actores de mis cuentos. Combatieron extraterrestres que venían por mi madre y pelearon guerras infinitas que inventaba sobre los escarpados montes de mis sábanas para salvarme de un enemigo que cambiaba de nombre pero era siempre el mismo. Cuando murió mi segundo padre, mi abuelo, a mis 12, decidí arrojarlos uno a uno por el balcón de mi cuarto piso. Habían perdido y decidí perderlos entre las granadillas al pie de mi edificio. A veces los encuentro -en jugueterías de barrio, en mercados de pulgas- y los vuelvo a comprar, y vuelvo a contarme historias para finalmente deshacerme de ellos. Los tengo, los miro, los regalo. Mis historias ahora son otras, y las de ellos también.

Clásicos soldados de plástico verde, compañeros anónimos de la infancia.
Clásicos soldados de plástico verde, compañeros anónimos de la infancia.

Katya Adaui: Los juguetes que no eran juguetes
No tengo, no recuerdo, y menos aún, conservo un solo juguete. Las fotos me dicen que los tuve. Que mis padres fueron duendes cada Navidad. Mis juguetes predilectos no eran juguetes. Eran sillas, manteles, ollas. Sillas para armar barreras. Ollas para hacer ruido. Manteles para desaparecer. Y mi hermana era mi amiga invisible favorita. Yo a veces no la podía ver. Juntas rompimos todo y desarmamos todo para entender el misterioso funcionamiento de las cosas. En todo lo que escribo vuelvo a la infancia.
En cuanto a mantener sus restos, no, no y no.

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