Carnaval de Río y otras fiestas: desborde popular
Carnaval de Río y otras fiestas: desborde popular
Dante Trujillo

Resulta inelegante contradecir a quien no puede refutarnos, pero todo aquel que piense que la vida es desigual o siempre cruel (y no que hay tan solo momentos malos) tiene más razón que Celia Cruz cuando cantaba, con optimismo contagioso, sin duda bienintencionado, que las penas se van cantando y que todo pasa porque la vida es un carnaval. Asimismo, el existencialista estará más cerca de la verdad que el reggaetonero Maluma volviendo sobre el mismo punto —y de paso, haciendo demagogia de la evasión— con aquello de que no hay que sufrir, no hay que llorar, lo malo se irá, todo pasará, porque la vida es una, y es… No, no es un carnaval. No puede serlo ni debe: equivaldría a habitar el desmadre.

La confusión es semántica: parece que Cruz y Maluma, los Cadillacs y acaso alguien más piensen que las palabras ‘carnaval’ y ‘vida’ deberían ser sinónimos, y estas a su vez de alegría, de positivismo permanente. Y no. Más allá de porque asistir a una fiesta perpetua podría ser una forma histérica del infierno, no porque el carnaval, desde sus primeras manifestaciones hace ya miles de años, funciona como puerta de escape precisamente de la vida cotidiana, de todas las responsabilidades, limitaciones y pesares de nuestra existencia. El carnaval es un breve pero desenfrenado receso, una subversión de la realidad que nos ayuda a seguir con nuestra cotidianidad, nuestros principios y nuestras autoridades. Un período en el que todo está permitido, los límites —sociales, culturales, económicos, políticos, sexuales— y la gente se relajan, y se entregan al gozo sensual. Dura apenas unos días porque si no, el mundo se vendría abajo.

***
Pese a que con los años se han venido capitalizando y convirtiendo en espectáculos superproducidos, tratando de relegar la experiencia personal y a la vez colectiva de los juerguistas en un intento de convertirlos en turistas-audiencias-consumidores, utilitarios creyentes con latas de cerveza en la mano, los carnavales de Río de Janeiro, Colonia, Veracruz, Dunkerque, Venecia, Guinea-Bissau, Oruro, Tenerife, Nueva Orleans o Puno, aun dándose en regiones tan disímiles, son, han sido, esencialmente lo mismo: los días y noches designados por la oficialidad y la religión para poner todo patas arriba, para la liberación del cuerpo y de la mente, y la profanación de la ética y la estética imperantes en cada localidad y tiempo. Y la inmersión en la fiesta es ineludible; una vida, sí, pero efímera y marginal. “Los espectadores no asisten al carnaval, sino que lo viven, pues este está hecho para todo el pueblo. [Durante el carnaval] no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque este no tiene ninguna frontera espacial. En el curso de la fiesta solo puede vivirse de acuerdo con sus leyes, es decir, con las leyes de la libertad”, explicaba el formalista ruso Mijaíl Bajtín, sin duda quien mejor estudió el fenómeno en su clásico “La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento”.

Que haya carnavales en los cinco continentes demuestra empíricamente una necesidad sociológica y universal de hacer un ‘break’, parar la máquina de pensar y actuar con corrección.

Quizá sea una pulsión sempiterna en tanto inmanente al humano  —condicionado desde su origen y definición como especie a competir y empujar siempre para adelante—, pero las fiestas que se celebran actualmente tienen su origen medio conocido hace cinco mil años, con los sumerios y los egipcios adoradores del toro Apis. El intercambio cultural habría propalado la celebración a Grecia y a la antigua Roma, siendo acaso inspiración para bacanales (farras en honor a Baco), saturnales (a Saturno) y lupercales (al lobo, representación de los faunos), y los territorios germánicos y celtas. El alcohol, los psicotrópicos, el baile —formas de entrar en trance—, los disfraces, la ridiculización de lo formal, la ruptura de los muros clasistas, la promiscuidad y la inclinación por lo grotesco vienen de ahí, lo mismo que el establecimiento de los meses de febrero y marzo como marco temporal: estaban asociadas, como Baco y Saturno, al fin de las siembras de invierno en el hemisferio norte y al equinoccio de primavera; es decir, al inicio de un nuevo ciclo agrícola.

De cómo estas celebraciones se vincularon con la auroral religión católica es asunto del imparable sincretismo. El carnaval no tiene fecha fija porque depende de lo que sería en todo sentido su antítesis, la Cuaresma, que también cambia año tras año como el calendario litúrgico, pues está relacionado con los ciclos lunares. El Jueves Santo siempre debe ser el primero de luna llena entre marzo y abril. La razón es esta: a) los judíos escaparon de Egipto una noche de plenilunio: eso les permitió caminar por el desierto sin lámparas para pasar inadvertidos. Esto es lo que conmemora la pascua hebrea, siempre con luna llena; b) Cristo celebraba con su gente dicha fiesta el jueves en cuestión; por lo tanto c) esa noche la luna brillaba plena. La Cuaresma —tiempo de recogimiento— comienza a correr hacia atrás, más o menos contando cuarenta días, para comenzar el Miércoles de Ceniza que, suele ser, el fin del carnaval, cuando en algunas partes entierran una sardina, y en otras prenden fuego al Ño Carnavalón.

LEE TAMBIÉN...

►Antonio Gárate: No es justo atentar contra la memoria de Prado

***
Incapaz de detener lo indetenible, la Iglesia medieval, vinculándola a sus propios ritos —sabiendo que no debía ningunear las costumbres paganas, que más le valía asimilarlas—, comienza a llamar el despiporre anual con el nombre con el que lo conocemos, derivado del latín vulgar ‘carnem levare’, algo como ‘abandonar la carne’: la idea era representar el tiempo de continencia, con todo el sentido que se le quiera dar. (Por cierto, siempre atendiendo la fusión cultural, sépase que Carna se llamaba la divinidad celta del tocino y las habas, y Karna otra del Indostán a la que también se celebraba fuerte).

En Venecia las colombinas y los arlequines se liberan impunemente para entregarse al gozo poderoso bajo máscaras y disfraces desde hace mil años. El carnaval se extendió con el tiempo por todo el Mediterráneo —el famoso “Combate de Don Carnal y Doña Cuaresma”, incluido en el “Libro de buen amor” del Arcipestre de Hita, es de 1330— y fue así como, mientras se institucionalizaba la festividad otoño tras otoño en Europa, con los viajes de descubrimiento y conquista llegó la costumbre al Nuevo Mundo, en cuyo hemisferio sur se da verano tras verano.

Se sabe que ya en la década de 1640 los habitantes de Río de Janeiro se lanzaban agua, barro, harina, mientras bebían y bailaban como poseídos por el Rey Momo. Posteriormente, bajo la influencia francesa, el carnaval carioca se contuvo en sus formas, dando paso a las máscaras, los desfiles y las polkas (por cierto, una falsa copia: las pachangas en el París de los Luises, si bien tendían a lo elegante, eran tan desenfrenadas que incluso ahora resultarían escandalosas). En Río fueron naciendo los grupos barriales, los famosos blocos, hasta hoy el verdadero sostén de la fiesta, pero la cosa terminó adquiriendo ese carácter único que se puede reconocer en todo el planeta cuando en los años veinte del siglo pasado los descendientes de los esclavos angoleños incorporaron un ritmo de origen religioso, la me-semba, dando origen al contubernio samba-carnaval.

Con la samba nació Mangueira, la primera escuela ad hoc, a la que pronto se sumaron Mocidade, Salgueiro, Beija Flor y otras ya clásicas, representando a sus respectivos blocos en competencias deslumbrantes que se dan durante los desfiles de carnaval en un recinto creado por el genio de Oscar Niemeyer en 1984. El sambódromo es un pasaje de 550 metros con graderías para ochenta mil personas por el cual discurren las comparsas: carros alegóricos alucinantes y cientos de músicos y gentes disfrazadas o semidesnudas moviéndose como endiablados durante unos noventa minutos.
Si bien la juerga no se restringe al sambódromo sino que invade barrios completos y playas de la ciudad (donde seguramente el espíritu sea más cercano al original) e incluye versiones infantiles y hasta de mascotas, el núcleo vibrante del carnaval se dará entre el domingo 26 y el lunes 27 de este mes. La ciudad espera recibir unos dos millones de turistas y dos mil millones de dólares de ingresos que ojalá, cuando se calle el último tamborcito, le alegren el espíritu más prosaicamente y las arcas tan golpeadas por la corrupción y los desbarajustes políticos. Porque sí, muy posiblemente se trate de la fiesta más grande del mundo, pero ya sabemos que la alegría no es solo brasileña.

***
Ya sabemos también que el carnaval se festeja en muchísimos países, y que aunque comparten el espíritu, tienen características propias: en Venecia durante dos semanas locales e invitados bailan en plazas y palacios, todos enmascarados y trajeados como en el Renacimiento. En Barranquilla se vive toda la potencia caribe entre danzas frenéticas, aguardiente, cohortes y duelos de ingenio entre versificadores. En Tenerife se dan los bailes colectivos al aire libre más grandes, como raves multitudinarios. En el Mardi Gras de Nueva Orleans se lucen las comparsas y los más increíbles carros alegóricos. El de Oruro, Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad según la Unesco, es una joya del sincretismo, fusionando las cosmogonías aimara, quechua y cristiana en una fiesta que congrega a 48 grupos folclóricos que compiten, al lado del pueblo de a pie, en vistosidad y entrega.

Como en toda América, en nuestro país el carnaval se introdujo con el resto del aparato colonial, y se asimiló tan bien que ya un viajero de mediados del siglo XIX escribía que en Lima se vivía con “una mezcla de salvajismo y alegría sin límites”. Luego llegaron los huevos vaciados y luego cargados de agua u orina o perfumes, según el ‘animus iocandi’ del carnavalero, los bailes infinitos en los parques, los chisguetazos de éter. Eso sería motivo de otro artículo, lo mismo que las características de la celebración al interior del país, fiestas hermosas, multitudinarias y coloridas entre las que destacan, por supuesto, las celebradas en Puno, Cajamarca, Iquitos y Ayacucho, que se podrán admirar hasta el 15 de abril en la sala de Arte Moderno de Larcomar, en una muestra que reúne trabajos de notables fotógrafos de este Diario.

“Hoy el noble y el villano, el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sin importarles la facha. Juntos los encuentra el sol a la sombra de un farol empapados en alcohol abrazando a una muchacha”, canta Joan Manuel Serrat, y quizá se acerque más que Celia Cruz y que Maluma a la idea. Puede ser bonito e inofensivo admirar el carnaval a través de la televisión, de las fotos impresas, de los videos de You Tube. Pero uno también podría buscar la fiesta más cercana a su barrio, a su comunidad, y entregarse por unas horas —si no ya unos días— a la liberación del cuerpo y de la mente, de la responsabilidad de la adultez, del temor al ridículo, del respeto irrestricto por la autoridad. Un poco de carnaval nos vendría bien a todos.

LEE MÁS EN...

Contenido sugerido

Contenido GEC