Es un viral con todas las de la ley: causa asombro, risa y, como es poco probable que alguien se sienta ofendido por él, su viralización está asegurada. Además, la historia que se oculta detrás del Coffin Dance, como ha sido nombrado en internet, da para hablar: se trata del ritual de los ‘pallbearers’ (cargadores de ataúdes), quienes son contratados por la familia del fallecido para despedir con fiesta y baile a su ser amado. Las coreografías, que de plano ya son vistosas, se potencian por la vestimenta formal y elegante de estos profesionales.
Para Catalina Velásquez Parra, directora de la Red Latinoamericana de Cementerios Patrimoniales y especialista en rituales fúnebres, el éxito de este video tiene, justamente, que ver con el contexto que se vive en la actualidad a partir de la crisis sanitaria causada por el coronavirus. “En este momento, todo el mundo sabe que está a dos horas de entrar a una UCI o de morirse; es decir, la cotidianidad es la muerte, la muerte está en el escenario de forma permanente, y lo más cercano es el mensaje de fragilidad y vulnerabilidad de ser humano. Creo que la vigencia del video debe ser entendida por el tiempo que nos toca vivir. Sería distinto si estuviéramos en una época de normalidad, donde priman los discursos económicos, pero la conversación de hoy es la muerte”. De allí la existencia de videos que inician con accidentes y que terminan con el Coffin Dance.
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En el Perú no existen rituales similares, pero sí igual de llamativos. Según Luis Repetto, director del Museo de Artes y Tradiciones Populares del Instituto Riva-Agüero, lo más cercano que estamos del ritual de Ghana son las tradiciones que vienen de la sierra. “Basta con ir al cementerio de Villa María del Triunfo en noviembre, para encontrarse con las diversas tradiciones funerarias de este país. Hay algunas, las que vienen de los andes, que incluyen orquestas, danzantes de tijeras y, como hacen algunos puneños, arcos de pan –anota–. Pero más que una fiesta, es una expresión que se combina con el llanto. Es como darle al muerto lo que le gustaba, una forma de cumplir con él”.
Otra costumbre, aunque quizás más peculiar, son las ya casi extintas plañideras, esas mujeres que vestidas de negro y mostrando un solo ojo, lloran a los difuntos de otras personas por un buen precio. En algún momento de la historia de la región, se las podía encontrar con facilidad, pero ahora sucede todo lo contrario. Hace unos años, sin embargo, el fotógrafo venezolano Antonio Briceño dio con ellas, luego de seguir un viaje que lo llevó hasta el norte del país, hasta Pedregal Grande y Narihualá en Piura.
En una entrevista, Briceño contó que descubrió que la palabra plañidera se había vuelto tabú, que nadie respondía a ese nombre, pero que si las buscaba describiendo el trabajo que realizaban, aparecían. “Tuve la sensación de que, como esos pueblos son tan extremadamente pobres, en los velatorios hacen una colecta para financiar los gastos funerarios, y las plañideras, que siempre son las mismas, colaboran con su llanto”, contó.
Fue durante la sesión fotográfica que planeo con ellas que descubrió cuál era su técnica para echar en llanto. “Algunas mencionaban a ‘un hijito’, ‘un primito’... Efectivamente, recordaban su propio dolor. Por eso, cuanto más viejas y más muertes, mejores plañideras son”, anotó.
El baile y el llanto
En países caribeños sí existen rituales como el de Ghana. “Lo más parecido que he visto fue en Venezuela, en el Cementerio Central, que fue el entierro de un malandro –recuerda Repetto–. Cuando los delincuentes mueren en una balacera con el bando contrario, el cadáver es velado con alharaca, con fiesta, con orquesta; y, cuando llevan el féretro al cementerio, lo cargan bailando salsa o cumbia o algún ritmo similar. Yo vi uno. De pronto llegaron varios camiones, como los que uno ve en La Parada, empieza a bajar la gente; luego, otros entran en motocicleta al cementerio, y se reúnen en el lugar del ritual. Al final, y como esto finalmente se trata de un ajuste de cuentas, llega el bando opositor y le disparan al cuerpo del muerto. Es un acto superviolento”.
Catalina Velásquez Parra anota que también valdría la pena visitar San Basilio de Palenque, corregimiento colombiano declarado Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad por ser el primer pueblo libre de la América colonial, porque todavía resguarda mucha de la herencia africana. Según la tradición, durante los nueve días posteriores a la muerte de una persona, su alma regresa a su casa todos los días, a las 6 a.m. y 5:30 p.m.: allí es cuando el rito del lumbalú tiene lugar. Los asistentes, que asisten con ropas blancas, bailan, rezan y cantan junto a los tambores pechiche, mientras dejan libre el camino de ingreso a la casa. No es una fiesta, sin embargo; esta herencia africana es una expresión de dolor y un tributo al que se fue.
¿Cómo entender estos rituales, aparentemente tan festivos? “Toda la diáspora africana en nuestro continente tiene prácticas y rituales asociados a la música, porque finalmente son música, canto, baile –anota Velásquez Parra–. Además, jamás hay que olvidar en que los rituales de entierro, en cualquier parte del mundo e independientemente de lo estandarizado, juega un factor sorpresa, que es la voluntad del muerto. Si él pidió que lo embalsamaran y lo pongan sobre su moto favorita, entonces la gente hará por él lo que no hicieron en vida, y así aparecen una gran cantidad de manifestaciones que también dependerán del rango jerárquico del fallecido. Entonces, el tema africano va más allá de lo que el mundo puede entender, de manera muy primaria, como un montón de personas bailando con un ataúd encima. Ello responde a los significados que las culturas le dan a la muerte, y cómo algunas entienden que las partidas no son necesariamente dolorosas y tristes, por lo que preparan todo un escenario para que sus ancestros, para que los orishas, los reciban”.